martes, 20 de enero de 2015

Florentino Chávez


Florentino Chávez nació en Querétaro en 1942, entre la calle de Estío y Primavera, cerca de la estación de ferrocarriles a donde todas las tarde iba con su abuela a ver llegar el tren. Su abuelo era un carnicero que tenía el don de la palabra. De su padre oyó los primeros versos y de su abuela materna los primeros rezos.
En la calle de Otoño, del barrio de San Sebastian, Florentino conoció al poeta, Salvador Alcocer.
En una entrevista realizada a “Chava” Alcocer en 2011 el poeta dijo: “Cuando empecé a escribir conocí a una persona con una cultura fuera de serie, que es Florentino Chávez”.
“Me hice de una gran amistad con él porque coincidíamos en las lecturas y siempre buscábamos autores muy diferentes a los que la gente leía, y si a eso le agregamos que este cuate había estado en el seminario y sabia otros idiomas”, señala. El poeta queretano, Florentino Chávez puntualiza que no escribe por dinero. “Por fama, puede ser. Popular y de barrio, entre los míos, sin pensar en la posibilidad de traspasar más fronteras que las propias”. “En la casa, en la calle y en el camión, hay poesía, incluso mientras el poeta duerme, el poema se revela en sus sueños, dice Florentino Chávez. La poesía, dice Florentino, la experimentan y procesan todas las personas, desde “los niños, los enamorados, los borrachos (bueno los compañeros —agrega y ríe—), y los que creemos alucinados, también el pueblo humilde y trabajador, aparentemente sin cultura, maneja el espíritu de la lengua y es bien poeta”. [1]



Calado

La abuela cantaba, del medio día en adelante, con buena y timbrada voz, acompañada en la guitarra por el fígaro del barrio. Al acercarse la tarde nos peinaba con cáscaras de limón y jitomate, para ir a ver la deslumbrante entrada del tren a la estación, entre emocionados aplausos de la población expectante: ¡Viva el tren...!
—¡Viva...! La máquina poderosa arrastraba las góndolas, carros-cisterna, vagones de pasajeros, estremeciendo el espacio; recargados en hilera contra la pared del túnel, una palomilla de vagos muchachos aguardaba el tectónico traqueteo, con el corazón desbocado, sobre los ríeles la estremecedora embestida  de fuego y ruedas en movimiento. En un rito de iniciados, los imberbes aguantaban la presión del despelleje: quien no corría en el ámbito profundo ante el regaderazo del vapor, ése —calado, era “macho...”


Al pie del INRI

—Este año, en la representación de la crucifixión en La Cañada: ¿de qué color eran los calzones de Cristo? —Ni idea. — ¡Blancos! Los del ladrón de su derecha, verdes y los de la izquierda, rojos. — ¡La bandera! — ¿Y al de blanco se le salía el pájaro, digo, el águila con la víbora?
Una vez pronunciada la séptima palabra ante el micrófono, los Apóstoles y mujeres de túnicas coloridas bajan El cuerpo en camilla; cubierto por una sábana, introducen, se supone al santo sepulcro: una camioneta repartidora de la “Coca-Cola Fanta”.
—Sí, lo reconozco: yo fui novio de una de las Piadosas mujeres.

En cuestiones de faldas religiosas

De inmediato pintaba su raya el abuelo: Yo con los curas y los gatos, poco trato –al tiempo que atusaba pícaro el mostacho, añadía: excepto "La gatita blanca": corista del cancán revolucionario, recostaba al más criollo estilo Cleopatra.
Tal vez la nostalgia le hacía saltar el recuerdo en exabruptos, porque remataba: —Ya le he dicho al pendejo secretario, con perdón de ustedes: Si son mujeres, que pasen: “¡Pasen, chiquitas, pasen a ver su grandote...!”
Si son hombres, que esperen.


Indeleble amiga

Tatúas nuevas líneas en mis palmas, con la marina tinta matutina; bocas varias, ojos de ombligo a cabeza, olfato y lenguas en cada miembro –incluido el más pequeño, pero no menos esencial: para aspirar, succionar cada una de tus manifestaciones. Y, amor, esencias.


Exuberante tamborilera

Una interminable curva tu belleza esquiva en su jugo, alucinación exótica; aleteo de los grandes labios en la entrepierna, perlas en la corola.

Tú toda surco de fuego, sutil acróbata, en el abismo de la noche.




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