Florentino Chávez nació en Querétaro en
1942, entre la calle de Estío y Primavera, cerca de la estación de
ferrocarriles a donde todas las tarde iba con su abuela a ver llegar el tren.
Su abuelo era un carnicero que tenía el don de la palabra. De su padre oyó los
primeros versos y de su abuela materna los primeros rezos.
En la calle de
Otoño, del barrio de San Sebastian, Florentino conoció al poeta, Salvador
Alcocer.
En una
entrevista realizada a “Chava” Alcocer en 2011 el poeta dijo: “Cuando empecé a
escribir conocí a una persona con una cultura fuera de serie, que es Florentino
Chávez”.
“Me hice de una
gran amistad con él porque coincidíamos en las lecturas y siempre buscábamos
autores muy diferentes a los que la gente leía, y si a eso le agregamos que
este cuate había estado en el seminario y sabia otros idiomas”, señala. El
poeta queretano, Florentino Chávez puntualiza que no escribe por dinero. “Por
fama, puede ser. Popular y de barrio, entre los míos, sin pensar en la
posibilidad de traspasar más fronteras que las propias”. “En la casa, en la
calle y en el camión, hay poesía, incluso mientras el poeta duerme, el poema se
revela en sus sueños, dice Florentino Chávez. La poesía, dice Florentino, la
experimentan y procesan todas las personas, desde “los niños, los enamorados,
los borrachos (bueno los compañeros —agrega y ríe—), y los que creemos
alucinados, también el pueblo humilde y trabajador, aparentemente sin cultura,
maneja el espíritu de la lengua y es bien poeta”. [1]
Calado
La abuela cantaba, del medio día en
adelante, con buena y timbrada voz, acompañada en la guitarra por el fígaro del
barrio. Al acercarse la tarde nos peinaba con cáscaras de limón y jitomate,
para ir a ver la deslumbrante entrada del tren a la estación, entre emocionados
aplausos de la población expectante: ¡Viva el tren...!
—¡Viva...! La
máquina poderosa arrastraba las góndolas, carros-cisterna, vagones de
pasajeros, estremeciendo el espacio; recargados en hilera contra la pared del
túnel, una palomilla de vagos muchachos aguardaba el tectónico traqueteo, con
el corazón desbocado, sobre los ríeles la estremecedora embestida de
fuego y ruedas en movimiento. En un rito de iniciados, los imberbes aguantaban
la presión del despelleje: quien no corría en el ámbito profundo ante el
regaderazo del vapor, ése —calado, era “macho...”
Al pie del INRI
—Este año, en la representación de la
crucifixión en La Cañada: ¿de qué color eran los calzones de Cristo? —Ni idea.
— ¡Blancos! Los del ladrón de su derecha, verdes y los de la izquierda, rojos.
— ¡La bandera! — ¿Y al de blanco se le salía el pájaro, digo, el águila con la
víbora?
Una vez
pronunciada la séptima palabra ante el micrófono, los Apóstoles y mujeres de
túnicas coloridas bajan El cuerpo en camilla; cubierto por una sábana,
introducen, se supone al santo sepulcro: una camioneta repartidora de la
“Coca-Cola Fanta”.
—Sí, lo
reconozco: yo fui novio de una de las Piadosas mujeres.
En cuestiones de faldas religiosas
De inmediato pintaba su raya el abuelo:
Yo con los curas y los gatos, poco trato –al tiempo que atusaba pícaro el
mostacho, añadía: excepto "La gatita blanca": corista del cancán
revolucionario, recostaba al más criollo estilo Cleopatra.
Tal vez la
nostalgia le hacía saltar el recuerdo en exabruptos, porque remataba: —Ya le he
dicho al pendejo secretario, con perdón de ustedes: Si son mujeres, que pasen:
“¡Pasen, chiquitas, pasen a ver su grandote...!”
Si son hombres,
que esperen.
Indeleble amiga
Tatúas nuevas líneas en mis palmas, con
la marina tinta matutina; bocas varias, ojos de ombligo a cabeza, olfato y
lenguas en cada miembro –incluido el más pequeño, pero no menos esencial: para
aspirar, succionar cada una de tus manifestaciones. Y, amor, esencias.
Exuberante tamborilera
Una interminable curva tu belleza
esquiva en su jugo, alucinación exótica; aleteo de los grandes labios en la
entrepierna, perlas en la corola.
Tú toda surco de
fuego, sutil acróbata, en el abismo de la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario