Paola Mireya Tena (1980, México). Pediatra de
profesión, escritora por afición. Ha participado como ponente en sesiones
dedicadas a la lectura (Pialte, Tenerife, 2014; Jornadas del Día del Libro del
Ayuntamiento de El Rosario, Tenerife, 2014). Ha publicado algunos de sus
microcuentos en diversas antologías del género (Señales mínimas, Ediciones
Idea, 2012; Érase una vez… un microcuento, Diversidad Literaria 2013; Saborea
la locura, Chiado Editorial, 2013). Actualmente, participa activamente en las redes sociales con el pseudónimo de
@cromatide. Sus microcuentos pueden ser leídos en www.microficciones.tumblr.com
y www.facebook.com/microficciones.
David para Miguel Ángel
Miguel Ángel coge un pedrusco de mármol y lo encaja
justo entre los dedos del pie; luego trozos grandes que cubren el hueco de las
piernas y atrapan los muslos. Otros más, largos y delgados, sobre las líneas
del abdomen y otros triangulares que concuerdan con la base del cuello. Acomoda
pequeñas piedrecitas entre los deliciosos rizos de su cabello y por último su
rostro, que desaparece dentro del recién formado bloque de mármol. Miguel Ángel
le dice entonces “¡habla!”, y al no obtener respuesta comprueba satisfecho que
su decadente belleza será, desde ese momento, solo para él.
Folie à deux
Bueno, pues está todo decidido. Cierra los ojos, respira
profundo y se lanza al vacío desde la ventana de su habitación de hotel. Un
viento contrario frena la velocidad de su caída y de ahí en adelante no
recuerda nada más. Hasta que abre los ojos en la blancura deslumbrante de aquel
hospital de la Seguridad Social. Y se desconcierta. La muerte se asemeja bastante a estar vivo, piensa. La enfermera
que le lleva la medicación y un vaso con agua parece casi vital. El
recepcionista que lo despide al dejar el nosocomio parlotea animado. Y el aire
de la calle, el trajín de los coches, la gente comprando verduras y los
ciclistas por las aceras, todo es muy igual. Se siente algo decepcionado, la
verdad. Esperaba que la muerte fuera otra cosa, algo más trabajado, no esta
suerte de mundo-muerte, mala copia del mundo-vivo.
La diferencia es que en este mundo-muerte no se sueña. O al
menos eso cree él, porque al despertar en la cama, imitación de la suya en el
mundo de los vivos, no recuerda nada ni lo angustia tampoco ese dejo de
añoranza por el sueño perdido, como le pasaba antes de morir. Y así se lo
cuenta a la mujer sentada a su lado en el tranvía. No trabaja más; le parece
tremendamente banal su necesidad previa de ganar dinero. Ya no lo amarga la
prensa, su fondo de jubilación, la contaminación del agua, el miedo al cáncer o
a los secuestradores. Reflexiona, viaja en tranvía y comparte sus conclusiones
con cualquiera que tenga la desgracia de sentarse junto a él. Disculpe que le abra los ojos: este no es el
mundo-vivo. Habita usted dentro de una copia barata, el mundo-muerte. Lo
siento. Casi la totalidad de los viajeros lo ignoran pero en ella sus ideas
calan; le siembran el germen de la duda.
Y a ella le da por seguirlo sin saber muy bien por qué. La
brutalidad de descubrir que vivía engañada, o más bien, moría engañada, sacude
su mundo hasta los cimientos, y de los escombros de sus murallas surge la
poderosa figura del líder que anhelaba. Pero él no parece darse cuenta de la
responsabilidad que ha adquirido. Ella debe ayudarlo. Lo tiene claro.
Una noche, cuando él dobla una esquina oscura, se encuentra
de pronto con la hoja muy afilada de un cuchillo que penetra su pecho de modo
limpio y preciso, casi quirúrgico, sin provocarle ningún dolor, sólo sorpresa,
mientras observa las femeninas pupilas dilatadas de anhelo. Y después de la
sensación de un algo viscoso que le corre por el abdomen y baja luego por sus
piernas, no recuerda nada más. Hasta que abre los ojos en la blancura deslumbrante
de aquel hospital de la Seguridad Social...
Obsolescencia programada
Está
obsoleto, me dijeron. A mí me parecía que aún podría funcionar unos años más,
pero quién soy yo para cuestionar. Todo caduca; por ejemplo la primavera, que
no entró este año porque se volvió obsoleta, y cuando nos quejamos dijeron que
hay otras estaciones novedosas, que ya nos enviarían el catálogo 2016. Hace un
mes nos caducó el gato; jugaba con una bolita de estambre cuando se quedó
quieto, como congelado. Me enviaron otro por correo a contra reembolso, uno
azul con nuevas funciones. Así que cuando me han dicho que nuestro amor está
obsoleto, ¿quién soy yo para contradecir a los que saben? Tendremos que
olvidarnos el uno del otro y buscar nuevos modelos, creo yo. Dicen ellos.
Remordimiento
Ayer abandoné a un hombre nadando desesperado
contracorriente en el río Mississippi. Siento remordimiento. Hoy tengo que
abrir el libro y saber qué fue de él.
El secreto de Santa Hildegarda
La abadesa Hildegarda había sido santa desde el mismísimo
día de su concepción. Santa era cuando se escapó de casa para ordenarse monja
en contra de los deseos de su padre y también al iniciar las visiones místicas.
Lo era al curar mediante milagros y también el día que aquel hombre herido se
ocultó en su monasterio de reclusión. Mientras lo escuchaba confesar que era un
noble perseguido y excomulgado, santa aún al mirarse en sus ojos y consumirse
abrasada en un calor delicioso y desconocido que la recorrió entera de pies a
cabeza. También cuando él murió y ayudada por las hermanas de la orden lo
sepultó en la tierra bendita del panteón de la abadía, sabiendo que estaba
prohibido, como tuvo a bien recordárselo el obispo al acudir a reclamar el
cuerpo, y cuando ella le replicó que en su lecho de muerte el hombre se había
arrepentido de sus pecados y suplicó perdón. Santa cuando los servidores del
obispo excavaron en el cementerio y nada encontraron, pues cada huella borrada
fue y cada rastro oculto, marchándose sólo con manos vacías pues la abadesa no
confesó donde había ocultado el cuerpo del noble. Hildegarda siguió siendo
santa hasta el día de su propia muerte, aun cuando su último pensamiento al
terminar cada día fuera para el hombre que estaba enterrado bajo su propio
lecho, en su celda de la abadía de clausura.
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