domingo, 13 de febrero de 2011

Gilberto Marti Lelis Sánchez


Pasante de ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México, licenciado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Tlaxcala y aspirante a la maestría en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla; nací en México D.F. (1968), pero crecí y vivo actualmente en Tlaxcala. Escribo brevedades que a veces son cuento y a ratos poemas, pero casi siempre son otra cosa que el lector descubre. De tales extraños especímenes he publicado un puñado en publicaciones periódicas locales y en la red. Escribo cuando me da la gana y si el tema me provoca.



Magali Sombra

A la sombra le agradaba estar en el sillón o aplanarse contra el tapete, de modo que a veces la pisábamos o nos sentábamos en ella. Nos gustaba estar juntos, callados frente a la chimenea, con chocolate caliente y una cobija en la espalda. Al apagar las luces sentíamos que nada nos separaría. Magali y yo nos abrazábamos, y la sombra se extendía sobre nosotros, oscura, tibia como frazada. Su desaparición coincidió con los mareos de Magali, los vómitos y los estoy embarazada.
Fueron médicos, hospital y chambras, comprar la cuna y pintar el cuarto para el bebé, ultrasonidos y ocho meses —por la cesárea—, y qué bonita la nena, ¡ya nació Magali! Total que a la segunda semana de mal dormir en casa, entre cólicos y biberones, echamos de menos a la sombra. La esperamos un mes, pero no regresó. En cambio pasó aquello repentino con la niña. No hubo tiempo de llorarla: funeral y más visitas, en lugar de chocolates, café, luto y cajita blanca para Magali chica, chiquita, no tuvimos tiempo, no... La noche del día del sepelio, Magali prendió la chimenea, hacía frío, apagamos la luz y, sentados en la alfombra, la frazada nos fue calentando. Pero no regresó. Los arañazos en las ventanas y los ruidos en el ático tenían su explicación racional y aburrida. Ahora preferimos pasar las noches frente al fuego. Quizá aparezca de nuevo, un día cualquiera, como antes.


Milagro para dos cabezas

Descubrí en el fondo de la fuente una hoja muerta, sombra del sentimiento de los pueblos que atravesaba nuestra adolorida caravana de saltimbanquis polvorientos y palurdos, siempre atentos al murmullo de la hojarasca. Y luego estaba tu manera de reprimir un grito cada vez que una hoja crujía bajo tu pie o el mío. No era extraño pensar que, contigo, era divertido patear latas de refresco o conversar acerca de las maravillas que se encuentran en los botes de basura. A veces, sin avisarte, dejaba en tu mano un diente de león para verte soplar las semillas y sonreír. Siempre lo mismo…, de pueblo en pueblo, tanto y tanto tiempo… Hasta que me hiciste ver, en el interior de un árbol caído, los muchos hongos que crecían juntos. Luego lloraste toda la tarde, y nos pusimos tan tristes que nos negamos a continuar nuestras vidas duplicadas y trashumantes. Estábamos cansados. Y nos quedamos aquí para que, cuando uno muera, se lleve al otro y termine el verdadero milagro. Mientras tanto, me gusta pisar hojas secas con tus pies, que son los míos.


El tornillo

Cuando sobresalgo de las superficies que uno, soy gota de plata, círculo acanalado, en cruz o sencillo. Hemisférica o plana, mi cabeza. Soy la cosquilla de los muebles; tentación para martillos; víctima de seguetas; marido para la tuerca y del aceite resbaladilla.
Hay que ver qué mal me imitaban mis colegas en la caja de tornillos, la desfachatez de la caterva ennegrecida al copiar las curvas de mi espiral acerada. Sin mí, el mundo sería, sin duda, un rimero de partes sueltas.



1 comentario:

joseluis dijo...

Norabuena, Maestro, no dejes de brevedad el lado.

Un abrazo :-)