jueves, 25 de febrero de 2021

Daniel San Mateo



Daniel San Mateo (Ciudad de México). Autor de Luciérnagas en el desierto (Bambú, 2012), Los Ángeles es una escena del crimen (IMC, 2012), Nunca más serás tan joven como ahora (GYRE, 2016). Antologado en Vamos al circo, Minificción Hispanoamericana y Cortocircuito. Fusiones en la minificción; ambas editadas en Ficción Express de la BUAP.

 

 

 

Composición compuesta en un santiamén

 

Un hispanohablante pelirrojo y cejijunto, cabizbajo como bajamar de mediodía, mira con catalejo un mapamundi, asimismo piensa un trabalenguas, casi un mondadientes, contrapié de pasodoble y cascanueces, y los ordinales dieciséis, diecisiete y dieciocho, hincapié en veinticuatro y veintiséis. Mete un ciento de hojalata en el tragaperras, mas erra el portamonedas, se pone todo cariacontecido, da un traspié, reza el avemaría, maniata el malhumor y, tal un tentetieso, yergue la vertical con beneplácito. Ahora toma un micrófono y el tocadiscos, lo gira como un tiovivo, mueve la cadera con vaivén de rompeolas, torna al sacacorchos, hace selfi de portarretrato, astronauta barbilampiño benefactor de buenaventura. Así el tejemaneje del hispanoamericano, un saltamontes con alzacuello y porsiacaso, sabelotodo disparador de tirachinas, nunca un cantamañanas, ni testaferro de tristezas, tampoco un buscavidas ni caradura, ni siquiera un picapedrero, una coliflor o un ciempiés. Tampoco un correveidile, un metomentodo, mucho menos un rabicorto. A veces es tragaldabas y manirroto, en especial en Nochebuena, sobre todo con aguardiente, buscapiés y matasuegras. Pero ya te otorga la sonrisa agridulce, un salvapantallas, y te tira una nomeolvides. Tú sólo alcanzas a gritar: ¡en enhorabuena, cascarrabias, y olé!

 

 

Metafísica del hot dog

 

El mismo día en que Pedro Pérez Montelongo fue cesado de su trabajo de oficina, decidió emprender un negocio.

            Necesitaba algo fácil que hacer y con respuesta inmediata de éxito.

            Por tanto, abrió el zaguán de su hogar, instaló una mesa con mantel limpio, acomodó la cátsup, mostaza y los otros condimentos, y colgó en un lugar visible un gran letrero que leía: “Se venden hot dogs”.

            En eso estaba cuando un grupo de personas, los de la Asamblea del Castellano Correcto, le reclamaron airadamente:

            —¡Pero qué descaro usar extranjerismos! Debería escribir en nuestra lengua amada.

            Pedro consintió. Modificó el letrero: “Se venden perritos calientes”.

            En eso estaba cuando otras personas le increparon:

            —El uso de diminutivos genera jerarquías que perpetúan la subyugación al poder.

            Pedro reescribió el letrero: “Se venden perros calientes”.

            En eso estaba cuando unas chicas encapuchadas le amonestaron:

            —¡No usa lenguaje inclusivo, abajo la heteronormatividad!

            Pedro corrigió: “Se venden perros y perras calientes”.

            En eso estaba cuando los del Comité por la Decencia le sermonearon:

            —¡Pero qué impresión ese letrero, es un barrio decente!

            Pedro cambió, muy a su pesar, esperanzado de que los clientes entenderían: “Se venden”.

            En eso estaba cuando los Comuneros Marginales le regañaron:

            —¡Muera el capitalismo imperialista!

            Pedro modificó otra vez: “Se”

            Salieron los ultras del acento y atacaron el letrero con tildes diacríticas: “Sé”.

            Y así entonces Pedro, el mismo día en que cayó en el desempleo, pasó de golpe de incipiente empresario a filósofo de calle. Moriría de hambre, sí, pero en la plenitud del ser.

 

 

Menú internacional

 

—Hijo, ¿cuál te gusta?

            —No, papá, me da pena.

            —¡Anda, no es para avergonzarse!

            —Que no, papá, que no.

            —¿Qué tal una suiza? ¿Te gusta la suiza? ¿Una americana? ¿O qué tal una alemana? ¿Una Francesa? ¿Argentina? ¿Y qué me dices de una española? ¿Ésas te gustan, las españolas? Seguro la española.

            El niño, sonrojado, mira al suelo.

            —¡Bueno, una de jamón que no estamos para aventuras! —dice el padre al tortero.

 

 

Feria del alfeñique

 

El altar para los santos difuntos finalmente colocado.

            El mantel con bordados hechos a mano y los pétalos de cempaxúchitl regados como lluvia. El copal humeando su perfume de tierra y de bosque.

            Encima del papel picado y junto a las velas encendidas, aquí y allá, las botellas de tequila, con sus caballitos rebosados hasta el tope y un licorcito dulce para el digestivo posterior.

            Los platillos principales en la vajilla de gala: el mole con su ajonjolí y su arroz mexicano, las quesadillas de flor, unos tamilitos, los frijolitos de olla, los chorizos verdes y rojos, de pimentón picante, encacahuatados y aromáticos, algún caldo y otro guiso hecho en casa con el sabor de mamá.

            Y qué decir de los postres: los flanes de vainilla, la calabaza en tacha, el tejocote en piloncillo, el chicozapote con su brandy, las calaveritas de azúcar y chocolate, el dulce de pepita, el camote en almíbar, las frutas cristalizadas, las barras de amaranto y miel, el turrón, los muéganos, obleas, cocadas, el acitrón confitado y el ate, la pulpa de tamarindo, la charamusca, los dulces de leche, el jamoncillo, las gomitas aciduladas, las galletas de puerquito.

            Tal el despliegue de abundancia culinaria, que las almas retornantes al gran festín, olvidan, dicha suprema de la incorporeidad, que la gota, la bebida y el tabaco, la diabetes y esas arterias engrosadas de colesterol, fueron la causante obvia de su viaje al más allá.

 

 

Final de partida

 

 

Un científico disputa con un filósofo mientras juegan una partida de ajedrez.

            —La filosofía es obsoleta —dice el científico.

            El filósofo niega con la cabeza mientras mueve su alfil.

            —Te daré un ejemplo de lo que digo —agrega el científico—. Ustedes llevan más de cinco mil años preguntándose cosas como la siguiente: si un árbol cae en un bosque sin que nadie pueda oírlo, ¿hace ruido?

            El filósofo asiente y mueve su caballo.

            —Ves que tengo razón —dice el científico.

            —Quizá —responde el filósofo—, pero ustedes hallarán la respuesta si se trata del pino o del abeto, pero todavía ignorarán la solución si resulta olmo, cedro, caoba, roble, arce, nogal, abedul, castaño, sauce, fresno, secoya y así ad infinitum.

            El científico se detiene al vuelo de tomar una pieza, alza la mirada y responde:

            —Se encontrarán para todos, el conjunto de árboles es finito.

            —Y aun así, queda la pregunta crucial: ¿qué es un árbol? —dice el filósofo.

            El científico observa el tablero. Su rey está en jaque mate.

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