miércoles, 3 de junio de 2020

Édgar Núñez Jiménez



Édgar Núñez Jiménez (Copainalá, Mezcalapa, Chiapas, 1991). Ha aparecido en los libros En-saya. Antología de ensayos universitarios (Universidad Veracruzana, México, 2013), Brevísimos (Ediciones Equinoxio, Argentina, 2019), Esto solo podía pasar en verano (I Concurso Informal de Microcuentos de Verano, España, 2019) y en las antologías Perros y Gatos (Ediciones Sherezade, Chile, 2019). Recientemente fue seleccionado para aparecer en los libros Diversidad(es). Minificciones alternas (El Taller Blanco Ediciones, 2020) y Los excéntricos (Lapicero Rojo Editorial, México, 2020).



Confinamiento original

El territorio de mi cuerpo ha comenzado a ensancharse junto al tuyo, es difícil caminar por la casa sin tropezar con alguno de tus dedos, sin no sentir la fiebre de tu epidermis. Y aunque a diario queramos engañar a la casa que habitamos, vivimos en la ilusión constante de que algún día nos expulse. ¡Ya no puedo más!, este confinamiento es demasiado para ambos; ven, vamos a comer la manzana del árbol que nos prohibieron. Anda, no te resistas.


La pesadilla de la estatua

Y seguí el camino de frente, sin voltear, obedeciendo ante mi propia sorpresa el edicto irrevocable.
Aún con la arborescencia de la lluvia de fuego, busqué, a través del humo, las huellas de mi esposo y de mis hijas. Y en lo alto del Ararat, entre cardos y espinas, llegué demasiado tarde.
La noche, con su boca monstruosa, desaparecía la estera en el suelo. Y entre las brasas de la carne y los sudores del delito, mis hijas y su padre edificaban una pequeña Sodoma que se resistía a desaparecer. Y el grito, lo que salía de mi entraña, era un dolor disfrazado que imploraba piedad.
El eco del sueño me despertó. Y agradecí a Dios, en silencio, sentir de nuevo la sal cristalizada sobre mi cuerpo y el horizonte infinito requemado por su ira, lejos, lejos, de la pesadilla.


La silla

La mujer entra a la sala de espera y se sienta sobre la única silla vacía. Se alisa el pliegue del vestido blanco sobre el muslo derecho y acomoda su bolso bajo el brazo. A su lado, una mujer grita horrorizada:
–—¡Dios mío, me han quitado mis dientes!
Solo hasta entonces la primera mujer advierte que la silla en donde se encuentra está manchada de sangre.
Turbada, se pone de pie y sale a la calle. Entra a la primera cafetería que encuentra abierta y pide un tequila al bar tender.
—Creo que he visto un fantasma —dice ella, intranquila, al hombre lívido que no deja de mirarla. 
No le sirven el tequila y se percata que la silla donde se encuentra es idéntica a la de la sala de espera. Cierra los ojos y siente vértigo, como si se hundiera.
Cuando abre los ojos escucha de nuevo la queja de la mujer a su lado, que llora por sus dientes y entiende que se ha transportado entre la silla del bar y la de la sala de espera. No dice nada para no mostrar disturbios y cae en cuenta que la fantasma es ella.


Apolodoro

Cansado de bregar por los túneles y por las habitaciones que dan a otras habitaciones, dejé señuelos sobre la arena y las paredes. Nadie más que yo entendió los pequeños símbolos rojos que pinté en las esquinas. No recuerdo haber disfrutado tanto del confinamiento: a mi casa comenzaron a entrar hordas de hombres temerosos, alejados los unos de los otros, con la impronta de la muerte en los ojos. Por eso pude articular el plan dentro de mi casa.
Hasta que después de muchos soles y cielos estrellados, encontré la salida y a un joven debilucho que amenazaba con vengarse. Nunca vi tanta indignidad en los ojos de un hombre. Detrás de él, el aire arrastraba los granos de arena sobre una ciudad silenciosa.
No quise atacar. Él tampoco quiso salir. Algo lo obligaba a pertenecer dentro e incluso lo empujaba a seguir caminando.
—Soy hijo de Egeo y he venido a matarte.
            No pudo desenvainar la espada. Le temblaron las manos. Cuando pasé a su lado, corrió horrorizado hacia el fondo del laberinto, con la boca y la nariz cubierta con la mitad de una máscara.
Afuera la ciudad estaba sitiada de muertos, sin signos de armas, de batallas y de sangre.


Biblioteca II

Fijada la historia de Apolodoro, la máxima autoridad monacal verifica, línea a línea, el documento nuevo con el pergamino viejo y casi quebradizo. A la luz de la vela, vuelve a releer y se detiene en la calidad de la grafía, en la suavidad de las pinceladas y en el pulcro trabajo de su discípulo.
—Has heredado mi espíritu inventivo —dice orgulloso— poco importa la peste que azotaba la isla y la debilidad de Teseo, muchacho.
Y antes de cualquier interrogatorio, quema la historia antigua con la llama que no deja de parpadear.


Soñar la casa

Después de deambular en un país desconocido, el sueño de construir una casa lo impulsó a vivir.
Inició con las paredes de madera y adornó las ventanas con vidrios verdes. Con el transcurrir de los días su alegría fue en ascenso, hasta que terminó de colocar la última piedra.
Se asoma al patio para ver el tren que pasa a una velocidad rauda y que le trae nostalgias de su antigua casa. Arriba, los migrantes como él, sueñan casas en el aire.


La lámpara
Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo
Rosario Castellanos

El mar no deja de golpear la costa de Tel Aviv y un calor, como de arena, penetra la estancia y las paredes.
Sale de la tina y devisa cómo la tarde termina de morir en el agua. Se pregunta si la disolución de la espuma tiene que ver con el amor y recuerda los brazos de Ricardo sobre su cuerpo, los besos en la frente o las discusiones en la alcoba matrimonial. Siente que el amor, en la oscuridad, se desbarata sobre su pecho como una telaraña y decidida enciende la lámpara para ver arder el mundo.


Camoens

La muerte retira su guadaña y traza una distancia entre el perro y el hombre que sueña encontrar la nota exacta en el violonchelo. Este perro, lo ignora ella, ha recorrido kilómetros de páginas, acompañando al músico en este país donde nadie muere; ha sentido también el temblor de la tierra, tras los pasos de Pedro Orce y bebido la angustia en las lágrimas de la mujer que deambula entre ciegos.
Si pudiera acariciar la pelambre sin provocar ningún sobresalto, se arreglaría la falda y se pondría un poco de maquillaje en los pómulos para sentirse viva.
El perro despierta y, por condescendencia, no ladra a la muerte que no deja de mirar al hombre, enamorada. Olfatea y siente que, detrás de los ríos de letras y de tinta, se encuentra escribiendo su amado dueño.


Mishu[1]

Lleva el tiempo en los ojos, en donde puede caber incluso el Nilo.
El hombre detrás de él sigue los movimientos de la cola que va y viene como un péndulo; se complace en escuchar el ronroneo que es el latido de la vida y se esfuerza en vislumbrar los pequeños saltos con los que desafía el espacio. 
La casa, sin ventanas y con corredores largos, puede ser el universo. Y el gato, heredero de la pantera y del tigre, un dios que rasga la eternidad.
Borges trastabilla, ciego de sapiencia, y con las manos trata de orientarse en el ojo de negrura que lo absorbe.
El gato de pronto salta la tapia. Y libre y vanidoso, se aleja del laberinto.


Whalien 52
Para Karla Barajas

Nació con una malformación genética en los oídos. En el cumpleaños número diez dejó de escuchar, como si alguien hubiera puesto un vaso sobre una vela encendida.
El silencio fue una manta que lo arropó como en un largo invierno, hasta que su madre lo llevó al mar. Y delante de las olas, se imaginó el ruido del viento, las gaviotas que planeaban, la algarabía de los niños en la orilla. Y un poco más: un llamado melancólico diminuto, que fue creciendo en su cabeza como un sol.
–—¿Ves el cuerpo de aquella ballena allá adentro? —preguntó su madre a sabiendas de que no obtendría ninguna respuesta.
El mar estaba inmóvil. Y él por primera vez, después de muchos años, escuchó.


Conctacto: ekepjimenez@hotmail.com


[1] Mishu, en lengua zoque, significa gato.

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