jueves, 1 de noviembre de 2012

José Rubén Romero (1890-1952)


José Rubén Romero
(Cotija de la Paz, 1890 - Ciudad de México, 1952)

Escritor y político mexicano que inscribió una parte de su obra en la línea costumbrista y la otra en la llamada Novela de la Revolución. Durante su juventud participó en el movimiento revolucionario. Más tarde fue comerciante, desempeñó cargos oficiales y trabajó en el servicio exterior mexicano. Fue cónsul general en Barcelona, ministro plenipotenciario en Brasil y embajador de México en Cuba.
          Su primer libro, Apuntes de un lugareño (1932), contiene recuerdos de infancia y juventud. Su debut en la novela fue Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936), que muestra su desencanto por los resultados del conflicto armado. Su libro más famoso es La vida inútil de Pito Pérez (1938), obra inspirada en la picaresca española que mezcla humor y melodrama. En Rosenda (1946), su estilo sencillo y directo se llena de poesía para recrear el ambiente provinciano de su tierra natal.


¡Ai vienen!... gritóme don Jesús, el carnicero, cerrando estrepitosamente su puerta.
          ¡Ai vienen!... díjome Isidro, La burra, que pasó corriendo cerca de mí, con la tabla de las tortas en la cabeza.
        ¡Ai vienen!...ululaba Cipriano el cojo, corriendo con las muletas en el aire, completamente ajeno a su renguera.
         ¡Ai vienen!...exclamaba desatentado Farfán, el arriero, encajando en las nalgas a sus burros, media aguja de arria para hacerlos andar más de prisa; él de por sí, tan cuidadoso de su hatajo.
        Miré a lo alto de La Mesa y una flojedad angustiosa invadió mis miembros. ¡Doscientos, trescientos, qué sé yo cuántos jinetes coronaban el cerro, despeñándose por todas las veredas y por todos los pasos, lo mismo que un alud de reses bravas!
         Un toque de clarín clavóse, como una espuela, en los ijares del viento, y un horrible alarido de muerte bajó rebotando de tejado en tejado.
         Mi voluntad me dijo entonces: ten valor, ten entereza; pero mis pies se hicieron los desentendidos y, cual si tuviese alas de Mercurio, echaron a correr vergonzosamente…
(Desbandada, 1934)

—“Los médicos recetan cosas raras —decía—, sobre todo si no tienen un tanto por ciento en nuestras boticas, pero con la farmacopea nos ayuda a defendernos de sus artimañas, acaso en beneficio de la humanidad puesto que, simplificando las medicinas, matamos menor número de personas. Aquí donde me ves, yo he ahorrado muchas vidas y algún dinerillo para mi regalo, haciendo pócimas de simple jarabe y píldoras de inofensivo almidón. Aprende, Jesús, sigue honradamente mi ejemplo y gozarás de una conciencia tranquila y de una bolsa satisfecha”.
(La vida inútil de Pito Pérez, 1938)

—¡Mamá, muchachos, mi papá se ha caído! —gritó con angustia una de mis hijas.
        Acudieron todos; pero yo ya estaba muerto. Sin embargo, oía, veía, pensaba… Oía las voces como si me llegaran a través de un micrófono; veía las imágenes como si estuvieran sumergidas y temblaran dentro del agua; pensaba pero mis pensamientos parecían, por precisos, frases hechas dentro de mi cerebro.
        Creí descender por un túnel estrecho, asomarme a una playa solitaria, hundirme en el azul opaco de un mar sin fondo, con la angustia del náufrago que no sabe nadar.
        Temeroso, vacilante, mi espíritu retrocedió hasta acomodarse de nuevo en mi cuerpo, como un humilde can que regresa a la casa del amo, después de corretear indecorosamente por las calles.
        Mi cuerpo se hacía de plomo en los brazos de mis hijos, cuyas voces distinguía con perfecta claridad:
        —Un médico, ¡pronto!
        —Busquen el agua de Colonia.
        —Es una congestión.
        Las criadas subían y bajaban la escalera en un ir y venir inútil: María sosteniendo el cacharro lleno de agua caliente, para la irrigación de todos los días; Aurelia, con los ojos muy abiertos y apretando una cuchara en la diestra, con la misma majestad con que una reina empuña su cetro.
         —Hay que tenderlo en su cama.
         —Conviene darle un baño de pies, o hacerle la respiración artificial.
         Yo lo escuchaba todo, aceptando lo razonable y rechazando aquello que me parecía absurdo.
         Sin embargo, estaba ya bien muerto.
(Anticipación a la muerte, 1939)





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