lunes, 21 de mayo de 2012

Penélope Córdova


Aura Penélope Córdova Luna (Salvatierra, Guanajuato, 1982) es licenciada en Letras Francesas por la UNAM y diplomada en Creación Literaria por la SOGEM. Ha publicado cuentos en antologías de narrativa joven. Colabora en el suplemento cultural Laberinto y fue becaria de la Fundación Para las Letras Mexicanas (2009-2010) en la especialidad de ensayo.


Vida y muerte de los trenes

Nos conocimos en el tren de Viena a Budapest. Se llamaba Maté y leía Esperando a Godot. No importa qué me dijo y lo que hicimos en aquel primer encuentro y en los siguientes, ni por qué decidí quedarme en Hungría.
          Lo que importa son sus palabras de despedida. El último tren, me dijo, quiero tomar el último Orient Express. Llegaré hasta Constantinopla —Estambul, lo interrumpí, él no hizo caso y continuó— y me pondré a mirar. El tren morirá pronto, no sé cuándo exactamente, pero ya lo han desahuciado. Lo dijeron en las noticias. La gente prefiere los aviones y los trenes bala. Los ferrocarriles, marcas del progreso, desdeñados por los primeros románticos, mueren justamente en mor de ese absurdo progreso. No, yo no quiero ir a Constantinopla, la ciudad no me interesa. Sólo quiero estar en el tren, habitarlo. Bueno, le conteste, pero todavía nos queda el transiberiano. Él me miró con desdén, como si hubiera dicho algo muy estúpido. Para viajar hay que estar solo. Y se fue. Me había dejado sobre la mesa su ejemplar en húngaro de Esperando a Godot. No volví a verlo.
          Por eso llevo años viajando en tren. Quién sabe, quizá un día lo encuentre en alguno de los países que marcaba la ruta del Orient Express.
          Esta historia se parece a la de un hombre que se la pasaba recorriendo el transiberiano y que, al llegar a Vladivostok, se detenía a mirar a los pasajeros que bajaban del tranvía, antes de tomar nuevamente el camino de regreso.


Vía láctea

Bajo el cielo de la última cumbre de Polonia, desde donde se observan tierras germánicas al norte y la llanura checa al sur, una vieja enjuta con la piel enrojecida por el viento del este cava una fosa en la montaña. Pretende alcanzar una profundidad considerable como si desconfiara de la tierra que acompaña a los muertos.
          Al cabo de algunas horas, de sus manos agrietadas escurren hilos de sangre y su cuerpo enflaquecido transpira un sudor helado. Desde su casa, la vieja ha cargado una bolsa negra con dos pares de zapatos viejos y mechones de pelo castaño. A principios de diciembre había llegado el último tren de sobrevivientes, pero sus rostros estaban extintos y ninguno de ellos hablaba. Era como si no estuvieran. En el pueblo dijeron que los demás habían sido gasificados.
          Se hace de noche. La fosa es honda pero no lo suficiente para acoger a los que no regresaron. La vieja sigue cavando, sus brazos y piernas tiemblan. Las estrellas anuncian horas serenas, el cielo se ha despejado. La anciana detiene su faena y se hunde en la contemplación. Piensa que, con una noche así, bien vale la pena dejar el entierro para el siguiente día.
          Sin sentir ya su cuerpo mojado, se mete con cuidado en el lecho que acaba de construir hacia el fondo de la montaña, mientras abraza con una mano la bolsa que guarda los restos de sus hijos. Esa noche, los ojos de la vieja se secan y ella duerme tranquila.


Molinos de viento

Decía el papá que todos los hombres eran molinos de luz: mueven el cuerpo y los pensamientos en todas direcciones y los rayos vienen, que uno era capaz de generar su propia luz.
          ¿Y cuando se aburren?, pregunta la niña. ¿De qué?, responde el papá. Pues de hacer luz y de tanto moverse y pensar. Entonces, dice el papá, buscan tierra y se echan a dormir. ¿Y se mueren? Sí, se mueren. ¿Y tú por qué estás inmóvil?


Puentes rojos

Un hombre desnuda a su amante y encuentra en su espalda dos mapas de ciudades casi gemelas.//¿Dónde está el puente?, pregunta él. //¿Cuál puente? // El puente que une las dos ciudades. //Son ciudades paralelas, no pueden encontrarse nunca. los puentes son construcciones artificiales, habría que esperar que la piel se seque para que resurjan las dos como una sola. //Te equivocas, dice el hombre, las ciudades deben ser unidas.
          Enseguida traza un puente entre las ciudades con sus uñas calientes y rojas.


Chaplin viaja en metro

Estábamos tan contentos y satisfechos como dos niños después de comerse un pastel de chocolate, aunque en realidad no habíamos comido nada en tres o cuatro días. Corrimos de un lado a otro y cantamos algunas canciones viejas en mal francés. Representamos una secuencia que nos gustaba mucho de una película de Chaplin, aunque no podíamos contenernos y terminábamos riéndonos.
              Cuando nos cansamos de hacer tonterías, nos fumamos entre los dos el último cigarro y fue, creo, más sabroso que aquel pastel que no nos habíamos comido. Al final, él se guardó la colilla en el bolsillo y nos metimos en el camino trazado por las vías. Caminamos durante horas en la oscuridad de los túneles, pasamos por muchas estaciones más. Las ratas nos alumbraban con sus ojillos encarnados. Hasta que por fin sentimos el oscuro y sordo temblor del despertar citadino. Satisfechos y victoriosos corrimos al encuentro del primer tren.





2 comentarios:

Jeremías Ramírez dijo...

Penélope, me gustáron mucho tus narraciones. Tienen esa bruma misteriosa de las películas inglesas de Chaplin, un toque Kafkiano y Sotockeriano. Felicidades. Saludos desde Celaya.

Raul el chipo Larios dijo...

Toda mi admiracion y orgullo
Muchas felicidades amiga!! Me gustaron mucho!!