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martes, 3 de mayo de 2016

Florentino Solano



Florentino Solano (Metlatónoc, Guerrero, 1982). Su lengua materna es el mixteco. Ha publicado los libros Todos los sueños el sueño (SejuveGro, 2003), el poemario en su lengua materna La Luz y otras noches (CDI, 2012) y cerrarás los ojos para no ver (ICBC-CONACULTA, 2013). Actual becario de PECDA Baja California. En 2003 recibió el premio al mérito Civil Juvenil José Azueta del gobierno del estado de Guerrero. En 2009 recibió el Premio San Quintín Joven, en Baja California. Ha participado en diferentes encuentros de escritores en Guerrero y Baja California. En 2003 inició con su esposa Martina Rojas el Dueto Sol, proyecto musical que rescata la música tradicional mixteca y al mismo tiempo fusionándola con géneros contemporáneos. Han grabado dos discos Sonido de lluvia (2007) y Vikó (2012). Actualmente vive y trabaja en San Quintín, Baja California, donde combina el gusto por la literatura con la música, la jornada agrícola y la familia.



Psicópata
¡Es un placer conocerte!


Cerrarás los ojos para no ver

—Abue, cuéntame otra vez cómo es el cielo. Quiero saber más de las nubes y del sol y de la luna.
Felipa nació ciega, quién sabe por qué, tal vez porque Dios así lo quiso. Tenía dos años cuando murieron sus padres por un ajuste de cuentas. Desde entonces quedó a cargo de su abuela de setenta años. La anciana lavaba ropa ajena y molía para la única fonda del pueblo y de esa forma mantenía a su nieta. Ahora venían de visitar a un tío de Felipa que vivía en Los Llanos.
            —El cielo es azul, m’ija, cuando no hay nubes. Pero ahora hay muchas y ya no se ve de ese color. Las nubes son blancas pero las que tenemos sobre nosotros se están poniendo negras y eso quiere decir que va a llover pronto. Debemos apresurarnos. No sueltes mi mano.
            Cuando doblaron el cerro, dos cuerpos aparecieron a la vista, en medio del camino, antes de llegar al arroyo. Cuando la anciana los distinguió quiso contenerse pero no pudo.
            —¡Virgen santísima! —gritó sin querer, deteniéndose por un momento y apretando la mano de la niña.
            —¿Qué pasó, abue? ¿Por qué dijiste Virgen santísima? —preguntó curiosa la niña.
            —Hay dos muertos en el camino, hija. Un señor y un niño. Los mataron porque hay mucha sangre.
            —¿Como a mis papás, abue?
            —Sí, m’ija. Cierra los ojos para no ver.


Suicidio

―¡Demonios! ―dijo cerrando el libro Más allá de la muerte de Samael Aun Weor.
            Se levantó y caminó hacia la ventana imaginando a ésta como una puerta que sugiere otra dimensión, esa tan buscada y tan trillada dimensión del “más allá”. Tan deseada cuando se habla del cielo y tan temida cuando se habla del infierno. Volvió a su escritorio y abrió la caja sacando una 38. Jaló la corredera y el arma expulsó una bala para dar paso a otra en el muelle recuperador.
            Tanto se habla de qué hay más allá de la muerte, de lo que nos espera al cruzar esa tan delgada línea al final de este mundo, pero “¿quién fue y volvió para contarlo?” se decía. Y lo que más le atormentaba era que todo lo leído sobre el tema no era más que especulaciones y opiniones sin fundamentos sólidos y científicos, y por lo tanto inaceptables para un hombre que había meditado hasta el cansancio la incógnita de la muerte.
            Volvió a preguntarse una vez más: “¿Qué hay más allá de la muerte?” Y empuñando el arma a la cabeza jaló el gatillo y un estruendoso ruido estremeció la colonia entera.


Pasando por la calle Progresa

Una tarde iba manejando por la calle Progresa y sin querer miré a un hombre a mi izquierda, descalzo y con el típico harapo de un mexicano indígena. Frené para mirarlo a los ojos y me invadió un profundo sentimiento de hermandad. Yo sé que él no me pidió nada pero yo me quité los zapatos y se los di junto con todo el dinero que traía, que no era mucho. El hombre dijo una cosa así como “tixa’vi ní kun”.
            Poco después abandoné la política porque esa mirada me perseguía todo el tiempo. Todavía paso de vez en cuando por aquel lugar en busca de otra repentina chispa de felicidad. Pero todo es mentira.


Arma contra arma

Macario estaba sentado en la puerta que daba al camino, desgranando maíz para nixtamal. Su mujer ataba las vacas y los caballos. Había veces en que los animales se ponían tan caprichosos que solamente se dejaban amarrar por su mujer. Ya no había sol y las montañas arriba comenzaban a ennegrecer.
            Cuando por el camino abajo fue surgiendo un hombre, Macario quiso meterse a  la casa pero parecería muy obvio si lo hacía, por lo que decidió quedarse sentado. El hombre vino directamente hacia él y saludó cortésmente. Dijo que iba a Metlatónoc y que necesitaba tomar un poco de aire.
            —Siéntese —dijo Macario señalándole al hombre la silla que su esposa había ocupado hacía unos minutos —. (Un hombre se detiene cuando llega a su destino. Ya mero voy a creerle que va a Metlatónoc. ¿Cree que soy tonto o qué?).
            —Gracias, señor. ¿Cómo ha estado el clima por acá ‘rriba? (Éste debe ser, porque ésta es la última casa del poblado).
            —Ha hecho poco frío. Y usted, ¿de dónde es? (Estoy seguro que es él. Cuánto le habrá pagado el pinche Feliciano. Con razón vendió hasta la casa que tenía en Metla, seguro fue para pagar a este güey).
            —De Limón, señor. Y voy a Metlatónoc a comprar pieles. Un amigo me mandó a llamar, dice que han matado muchas reses. Por las fiestas. (La forma en que me mira. Sospecha que soy yo. Que he venido por él).
            —Debió usted salir muy temprano de Limón, ¿verdad? (Cómo me gustaría tener en mi cinto mi 38, me encantaría saber si es tan rápido como dicen).
            —Sí, salí temprano para llegar antes de que anocheciera pero por lo visto no lo voy a lograr. (Creo que lo agarré desprevenido. Pobre imbécil, seguro tiene su escuadra dentro de la casa. Eso quiere decir que tanto tiempo en el negocio no le enseñó a dormir con ella).
            —¿Es curtidor? (Yo creo que ya me tocaba. Ni pa´ llorar es bueno. Dejaré que le jale cuando quiera).
            —No. Compro y vendo. (Vendo cabezas y compro más balas).
            —¿Y es buen negocio? (Claro que es buen negocio, pregúntamelo a mí. Por cada cabeza yo cobraba cincuenta mil).
            —No mucho, pero sobrevivo con lo que gano. (¿Cuánto crees que me pagaron por tu cabeza? ¿Cien o doscientos pesos? Me pagaron cincuenta mil, imbécil).
            —No es tan buen negocio entonces. (Puedes jalarle cuando quieras. No la traigo en el cinto ni pienso ir por ella. Además ya estoy cansado).
            —No, no es tan bueno. (Creo que ya es hora. Lo siento, viejo, pero ya se me está haciendo tarde. Te veo en el infierno).
            —Ya es tarde, ¿verdad? —dijo Macario mientras continuaba desgranando las mazorcas calmadamente.
            La neblina continuaba bajando. La tarde moría. Las montañas comenzaban a tomar formas monstruosas en la imaginación. La oscuridad acechaba. El otro miró su reloj.
            —Sí. Ya es tarde.
            (Ya es tarde).             



viernes, 24 de abril de 2015

César Navarrete Vázquez


César Navarrete Vázquez. Sus orígenes se remontan al estado de Guerrero, al pueblo de Tlalchapa. Su tío abuelo fue el guerrillero Genaro Vázquez Rojas. Estudió Ciencias de la Comunicación y es profesor universitario. Su fascinación por otras culturas hizo que, desde muy joven, se interesara por las lenguas; lo que a la postre lo convirtió en traductor empírico de poesía —ha traducido directamente doce idiomas, y conformado un par de antologías virtuales de poesía alemana y árabe—. Dicho interés le ha llevado a más de veinte países y a devenir en fotógrafo, cronista de viaje, etnomusicólogo y documentalista. De todo lo anterior, jamás recibió compensación económica alguna. Está vinculado con la televisión cultural desde hace más de diez años. Sin embargo, nunca ha permitido que su trabajo —lo que hace para sobrevivir— se interponga con sus vocaciones tardías: la lectura, la traducción y la escritura. Es enemigo de las becas y los premios. Escritor de vena satírica, ha publicado dos libros: Poenimios (Tierra Húmeda Editorial de Poesía, 2014) y Fábulas-o-heces (Edición de autor, 2014). Administra los blogs: Palabras deviento (literatura y traducción) y Cuadernos de sal (viaje, fotografía y crónica).




De Fábulas-o-heces*


El hijo de la... cabra

Una cabra parió un cabrito. Éste creció, y se convirtió en lo que tenía que ser.


Los armiños
[En una época en que los reencuentros están de moda]

Hace tiempo separaron a una familia de armiños. Más adelante, los miembros se reencontraron... en un abrigo.

Y después dicen que los reencuentros familiares no ponen la piel de gallina.


La tristeza de la paloma

Hay palomas, hembras —y no miento, pregúntenle a un ornitólogo—, que no pueden poner huevos cuando se sienten solas.

Mujeres, aunque se sienten sobre mucho güevos, de todos modos se sentirán solas.


El linaje de la araña cangrejo australiana

Tras romper el cascarón, las crías devoran a su madre —comienzan por las patas, succionándole los jugos hasta desangrarla.

Yo conozco a muchos hijos de la chingada que son así.


La hiena y el ser humano


Depravada y golosa, ama el fuerte sabor de las carnes pasadas

Juan José Arreola, Bestiario, Bestiario, La hiena.



—¿De qué te ríes con semejante carcajada histérica, hiena?
—Me río tanto, humano idiota, de que supongas que me río.

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N. del A. Lo que los seres humanos denominan la «risa» de la hiena es un sonido que este carnívoro emite ya cuando encontró alguna carroña —o alimento—, ya cuando está en celo.



El escarabajo es-terco-lero, lero...

siempre trabajo calladito, sin tratar de lucirme más
que por mis esfuerzos en llevar a cabo mi ruda tarea de estercolero

Godofredo Daireaux, Fábulas argentinas, El escarabajo y el picaflor.


Un escarabajo rueda la gran bola de estiércol con que agasajará y conquistará a su hembra: la es-cara-baja.

Escribo esto para quien me entiende: las mujeres casadas y las que no lo son.


El ser humano y la cucaracha

Un humano amenazaba a un ortóptero mientras gritaba para hacerse notar: —¡Te aplastaré como a una cucaracha! —Si te fijas bien, en realidad soy una cucaracha; por tanto, si me aplastas, tendrás que hacerlo como a una.


El sapo literario

Un anuro voraz, que tragaba luciérnagas luminosas, realizaba «actividades literarias» (e. d. borracheras), durante las cuales sus contertulios alababan animosamente el resplandor de su barriga.

Si les apetece, bufónidos insaciables del submundo escritural, pueden engullir esta fabulita para que sus prominentísimos abdómenes brillen lo que no sus cabezas —preferente-mente— calvas.


La tortuga «Rheodytes Leukops»

¿Te sorprendes de que la tortuga de la cuenca de Fitzroy respire por el recto, siendo que abundan hombres —como tú, verbigracia— que piensan con el pito?
(Tal actitud sorprendería aún más al mismísimo reptil.)

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N. del A. Este quelonio, descubierto apenas en 1980, se localiza únicamente en Australia. Es famoso por su método de respiración: aspira el agua por medio del ano, extrayendo el oxígeno de ésta y después la expele nuevamente.

La cucaracha descerebrada

«Está comprobado científica/mente» —argumento indispensable para que muchas cabezas huecas de esta época consientan o reprueban algo—, que la cucaracha vive hasta nueve días sin cabeza, muriendo sólo porque no pueden comer.

¡El mundo está lleno de gente que (sobre)vive sin cabeza no nueve días, sino toda una vida! Dicho sea de paso, también «está comprobado».

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N. del A. Las cucarachas tienen el cerebro en el cuerpo, no en la cabeza.



De Agreguerías

El cabestrillo le hace honores a la bandera.

Mascar chicle para el mal aliento me sabe a cliché.

Los puentes levadizos son los limpiaparabrisas del horizonte.

La cuchara es la catapulta con que el niño hace papilla a sus enemigos.

La gelatina comienza a temblar cuando ve acercarse al niño hambriento.

La sopa de letras da la sensación de que uno se come sus propias palabras.

El chaleco fue alguna vez un suéter al que torturaron en el potro de castigo.

El fumador se convierte en su propio enterrador cuando llena su pipa con tabaco.

Al casado infiel le indigna profundamente que le hayan adulterado la bebida en el bar.


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*De Fábulas-o-heces (Edición de autor, 2014)

sábado, 28 de febrero de 2015

Abraham Truxillo



Abraham Truxillo (Acapulco, Guerrero,1983). Es autor del poemario Postales del ventrílocuo (Ediciones Sin Nombre, 2011). Su obra ha aparecido en medios impresos y electrónicos como La Jornada Semanal, Casa del Tiempo, Tierra Adentro, Periódico de Poesía, Punto de partida, Cultura Colectiva, entre otros. Es profesor de español como segunda lengua.



La bala de cañón

La bala de cañón es perfecta y desafía todos los órdenes conocidos. Su forma es garantía de justicia: no tiene adelante ni atrás, no tiene arriba ni abajo, no tiene un lado más grande que el otro, no tiene la belleza en el interior ni en el exterior. Su belleza está en la armonía de sus entrañas, en el equilibrio rotundo de su ser.
Alegoría del justo medio, la bala de cañón es noble en todos sus átomos de plomo. En gracia y altivez no tiene comparación. Ostenta siempre un color negro alegría que la vuelve inconfundible.
Sin embargo, a pesar de su equilibrio y perfección, la bala de cañón está condenada a perder la dirección de sus pasos. Su única posibilidad es la tragedia. Debe someterse a voluntades ajenas y malignas que la guiarán de manera inexorable. La bala de cañón aguarda toda su vida para la brevedad de un estruendo, y lo asume con una rigidez que no admite pero ni vacilación. Cuando llega la hora la bala de cañón cumple con estoicismo su destino, sólo para ser olvidada, o para vivir en la memoria triste de aquellos que la recordarán con rencor. Por eso no puede esconder nunca la pesadez de su existencia.
La bala de cañón acepta su fortuna, pero su causa no ha sido la de aquellos que la controlan. En el instante último desafía una vez más todo conocimiento y toda ley, y cumple su  causa más íntima. Se eleva con todo su ser de plomo, abandona la superficie que la ata, y logra la maravilla del vuelo.
Muere de una sola palabra, libre como nunca antes, pero cierta que no conseguirá la redención.


El Hombre Elefante

El Hombre Elefante duerme siempre en la misma posición: fetal sobre la izquierda. Con el doblez de anca exacto para que no se le muelan los intestinos por las rocas óseas de la cadera ni se le trituren los pulmones con las patatas de calcio en las costillas o se le rompa el cuello a causa del meteorito que tiene por cabeza.
Entonces, durante la noche, el Hombre Elefante sueña que es un triángulo, luego un cuadrado, un pentágono y un círculo. Sueña que es una forma definida. Y en la última curva del alba, el Hombre Elefante sueña que es un elefante. Con cinco miembros y una cola adicional. Que camina entre animales bellos, idénticos a él. Lejos de los hombres.


Circe

A mitad de la tormenta, encontró que su yate no tenía mástil y se amarró al timón en el peor ángulo del Triángulo de Las Bermudas. Amigos empresarios le habían contado sobre un lugar de placeres exquisitos para acaudalados. Un rincón del Caribe con auténticas sirenas de pechos a la medida, exclusivo para las embarcaciones privadas que pudieran llegar. El telescopio de su imaginación había hecho zoom sobre el lugar carnal. Se vio en un paraíso de elíxires embriagantes, rodeado por criaturas hermosas y dispuestas.
Pero la fortuna le había deparado otros derroteros. La tormenta lo sacudió como a un barco de papiro. Luego de naufragar se encontró en una playa con seres perversos que rodearon su cuello y sus manos con grilletes. Marcaron su espalda con un cauterio. Lo sometieron a torturas y tratos denigrantes.
Más tarde, cuando Circe apareció con el bisturí,  él rogó en vano a sus dioses que lo salvaran del destino ominoso.
Su familia recibió dos semanas después un sobre con tres dedos y una nota de rescate. El dinero se pagó muy cerca del lugar adonde se dirigía cuando los elementos lo perdieron. Él aún sueña con la isla prodigiosa.
           

Lamento de la sardina

Formo parte de un grupo nutrimental de frenéticos individuos, condenados a la huida perpetua. En cardumen somos el héroe que sostiene el hambre del océano. Nuestra vida es una convulsa coreografía frente el acoso de los depredadores locales y visitantes, el espacio donde hasta los enemigos tradicionales chocan aletas. El león marino y el gran blanco se regodean, la orca ríe, el pez martillo cede el paso, el hombre pone salidas secretas a sus redes para el delfín.
Mis hermanos no maldicen su existencia y se alimentan como yo del dios plancton que sobreabunda. Pero tire usted una pedrada a la pescadería y sin duda cenará a uno de mis parientes.
Es cierto que gozamos del bien supremo de ser parte de la onda, segunda naturaleza del agua, vuelo que se antoja propulsión inexplicable. Somos la piel más sensible del mar. Corriente en la corriente. Sin embargo, yo no quiero el destino que se me ha asignado. ¡Desde mi pequeñez, maldigo a los faraones de la pirámide alimenticia!
Mis hermanos afirman para consolarme que la foca y la ballena nos veneran antes del banquete, que somos dioses de los otros. Pero esto yo no lo creo.


Celacanto

Acostumbrados sólo a las fotografías que calcan los milenios en las losas y lajas del mar, los paleontólogos no estuvieron listos para la aparición del celacanto.
            Después de que se creyera un animal en plenitud de extinción, ajeno al hombre y a sus eras, Leonard Brierley Smith —ictiólogo, químico y profesor universitario—  rescató al celacanto de los dominios de los cazadores de huesos y nostálgicos de la biología.
            El celacanto no solamente estaba vivo, sino que también coleaba y nos permitía asomarnos a su ser moderno y su naturaleza de anticuario. Ahora podría brillar como la estrella más vieja de la fauna. Para bochorno de la comunidad científica, el celacanto resultó ser un animal bien conocido en el sur de África, poseedor de un nombre que la historia no registra.
            Extraordinario evento el de un animal que regresa para contradecir esa muerte superior que es la muerte de una especie: ¡extraordinario!, pero no carente de infortunio. Con el descubrimiento del celacanto, Sir. Wallace Rogers, el afamado científico de Oxford que había realizado los primeros descubrimientos fósiles del pez, lamentó largo tiempo y en fallido secreto la revelación de su mascota intelectual.

Contacto: abrahamtrjll@gmail.com

jueves, 21 de agosto de 2014

Isis Estrada


Isis Estrada. Terapeuta, coreógrafa y escritora, cuenta con más de 20 años de experiencia profesional en los ámbitos de la danza, el teatro y la literatura. Cursó licenciatura en danza en University of Minnesota, de los Estados Unidos de América, y maestría en Psicología Clínica, avalada por la Universidad Antonio de Nebrija de España. Desde edad temprana publica poemas y cuentos en diversos periódicos de su natal Acapulco, Gro. Recibe el premio "Many Voices Award" del Centro de Dramaturgos de Minnesota, E.U.A. (1996) y una mención al mérito en el Primer Concurso Internacional de Poesía Lincoln-Martí, de Miami, E.U.A. (2002).

En la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, impartió talleres de creación literaria y co-dirigió la revista cultural Espíritu Universitario (2006-2008).
Libros: Poemas residuales, Crónicas índigo, Poemas fugitivos, así como dos obras de teatro: Frida: coreodrama holista y Macehualli. Actualmente se dedica a la práctica psicoterapéutica en su consultorio privado, así como a concretar diversos proyectos literarios.




Corazón-Curazón


Para Angelina fue muy difícil retomar su vida con normalidad después de que le hicieran trizas el corazón. Cuando se ejercitaba, los pedazos de corazón reaccionaban de manera distinta y unos se cansaban primero más que otros. Cuando miraba una película de terror, los trozos cardiacos rebotaban entre sí de forma incontrolada. Y, si se ponía nerviosa, los cachitos le repercutían como parte de una marimba desquiciante.

            Pero su molestia visceral encontró cura al conocer a Pedro —a quien, por cierto, también le habían hecho añicos el corazón. En el momento del primer abrazo, ambos sintieron cómo sus trocitos de corazón se iban relajando, reconociendo, fundiendo entre sí, y formando un nuevo corazón, quizás más precavido y temeroso, pero corazón latiendo entero otra vez, por fin.



 Libertades líquidas


Hace unos días,  nomás por variar, me tomé unas libertades. Algunas me las bebí de golpe, pero otras, las fui saboreando sorbo a sorbo. Una vez saciada mi sed de albedrío, sentí que de mi cuerpo surgían espontáneos los gestos, que de mi boca escapaban palabras irrefrenables, y que mi mente formulaba ideas indómitas. Libertad embotellada, denominación de origen, se leía en la etiqueta. Y aquél  bar hervía de acróbatas, locos, poetas y pájaros, mientras afuera, la muchedumbre —seca de la garganta hasta el tuétano— se agolpaba en la vidriera para mirar azorada el espectáculo.



Tiempo


José malgastó tanto su tiempo que se quedó sin nada. Desde entonces, su vida se convirtió en una foto fija: árboles que no marchitan sus ramas, ríos inertes, pájaros suspendidos fijos en el aire. Ya no envejece ni él ni nada, pero se muere todo, poco a poco e inmóvil, de tedio.



Angustia


Paolo abrió los ojos, y le sorprendió no sentir, por primera vez en muchos años, angustia. Parecía increíble que, después de tantos doctores y psicólogos, después de tanto dinero invertido buscando una cura para su ansiedad,  hubiera logrado desprenderse de ella así, de una forma inesperada y gratuita. Cero angustia, cero miedo irracional; nada, nada sino una inexplicable calma.

            Se levantó de la cama, y algo le hizo voltear a mirar las sábanas. Pero no sintió nada, estaba bien curado de espanto cuando descubrió su propio rostro mirándole desde su cadáver de mirada fija, con la angustia desfigurándole la cara. 



La llamada


Sonó el teléfono, y Adán despertó sobresaltado. A las cinco de la mañana sólo podían ser dos cosas: una emergencia o número equivocado. “¿Aló?” preguntó temiendo lo peor. Después de un breve silencio, un borrachín le contestó encrespado: “Dígame de inmediato su edad, señor, para saber si llegando a casa tengo que echarle pleito a mi hija, a mi esposa, o a mi madre.”
Adán colgó sin sacar de su error al embriagado. Después de todo, quién le manda equivocarse de número a esas horas de la madrugada.