lunes, 7 de diciembre de 2015

Paola Mireya Tena




Paola Mireya Tena (1980, México). Pediatra de profesión, escritora por afición. Ha participado como ponente en sesiones dedicadas a la lectura (Pialte, Tenerife, 2014; Jornadas del Día del Libro del Ayuntamiento de El Rosario, Tenerife, 2014). Ha publicado algunos de sus microcuentos en diversas antologías del género (Señales mínimas, Ediciones Idea, 2012; Érase una vez… un microcuento, Diversidad Literaria 2013; Saborea la locura, Chiado Editorial, 2013). Actualmente, participa activamente en  las redes sociales con el pseudónimo de @cromatide. Sus microcuentos pueden ser leídos en www.microficciones.tumblr.com y www.facebook.com/microficciones.



David para Miguel Ángel

Miguel Ángel coge un pedrusco de mármol y lo encaja justo entre los dedos del pie; luego trozos grandes que cubren el hueco de las piernas y atrapan los muslos. Otros más, largos y delgados, sobre las líneas del abdomen y otros triangulares que concuerdan con la base del cuello. Acomoda pequeñas piedrecitas entre los deliciosos rizos de su cabello y por último su rostro, que desaparece dentro del recién formado bloque de mármol. Miguel Ángel le dice entonces “¡habla!”, y al no obtener respuesta comprueba satisfecho que su decadente belleza será, desde ese momento, solo para él.


Folie à deux

Bueno, pues está todo decidido. Cierra los ojos, respira profundo y se lanza al vacío desde la ventana de su habitación de hotel. Un viento contrario frena la velocidad de su caída y de ahí en adelante no recuerda nada más. Hasta que abre los ojos en la blancura deslumbrante de aquel hospital de la Seguridad Social. Y se desconcierta. La muerte se asemeja bastante a estar vivo, piensa. La enfermera que le lleva la medicación y un vaso con agua parece casi vital. El recepcionista que lo despide al dejar el nosocomio parlotea animado. Y el aire de la calle, el trajín de los coches, la gente comprando verduras y los ciclistas por las aceras, todo es muy igual. Se siente algo decepcionado, la verdad. Esperaba que la muerte fuera otra cosa, algo más trabajado, no esta suerte de mundo-muerte, mala copia del mundo-vivo.
La diferencia es que en este mundo-muerte no se sueña. O al menos eso cree él, porque al despertar en la cama, imitación de la suya en el mundo de los vivos, no recuerda nada ni lo angustia tampoco ese dejo de añoranza por el sueño perdido, como le pasaba antes de morir. Y así se lo cuenta a la mujer sentada a su lado en el tranvía. No trabaja más; le parece tremendamente banal su necesidad previa de ganar dinero. Ya no lo amarga la prensa, su fondo de jubilación, la contaminación del agua, el miedo al cáncer o a los secuestradores. Reflexiona, viaja en tranvía y comparte sus conclusiones con cualquiera que tenga la desgracia de sentarse junto a él. Disculpe que le abra los ojos: este no es el mundo-vivo. Habita usted dentro de una copia barata, el mundo-muerte. Lo siento. Casi la totalidad de los viajeros lo ignoran pero en ella sus ideas calan; le siembran el germen de la duda.
Y a ella le da por seguirlo sin saber muy bien por qué. La brutalidad de descubrir que vivía engañada, o más bien, moría engañada, sacude su mundo hasta los cimientos, y de los escombros de sus murallas surge la poderosa figura del líder que anhelaba. Pero él no parece darse cuenta de la responsabilidad que ha adquirido. Ella debe ayudarlo. Lo tiene claro.
Una noche, cuando él dobla una esquina oscura, se encuentra de pronto con la hoja muy afilada de un cuchillo que penetra su pecho de modo limpio y preciso, casi quirúrgico, sin provocarle ningún dolor, sólo sorpresa, mientras observa las femeninas pupilas dilatadas de anhelo. Y después de la sensación de un algo viscoso que le corre por el abdomen y baja luego por sus piernas, no recuerda nada más. Hasta que abre los ojos en la blancura deslumbrante de aquel hospital de la Seguridad Social...


Obsolescencia programada

Está obsoleto, me dijeron. A mí me parecía que aún podría funcionar unos años más, pero quién soy yo para cuestionar. Todo caduca; por ejemplo la primavera, que no entró este año porque se volvió obsoleta, y cuando nos quejamos dijeron que hay otras estaciones novedosas, que ya nos enviarían el catálogo 2016. Hace un mes nos caducó el gato; jugaba con una bolita de estambre cuando se quedó quieto, como congelado. Me enviaron otro por correo a contra reembolso, uno azul con nuevas funciones. Así que cuando me han dicho que nuestro amor está obsoleto, ¿quién soy yo para contradecir a los que saben? Tendremos que olvidarnos el uno del otro y buscar nuevos modelos, creo yo. Dicen ellos.


Remordimiento

Ayer abandoné a un hombre nadando desesperado contracorriente en el río Mississippi. Siento remordimiento. Hoy tengo que abrir el libro y saber qué fue de él.


El secreto de Santa Hildegarda

La abadesa Hildegarda había sido santa desde el mismísimo día de su concepción. Santa era cuando se escapó de casa para ordenarse monja en contra de los deseos de su padre y también al iniciar las visiones místicas. Lo era al curar mediante milagros y también el día que aquel hombre herido se ocultó en su monasterio de reclusión. Mientras lo escuchaba confesar que era un noble perseguido y excomulgado, santa aún al mirarse en sus ojos y consumirse abrasada en un calor delicioso y desconocido que la recorrió entera de pies a cabeza. También cuando él murió y ayudada por las hermanas de la orden lo sepultó en la tierra bendita del panteón de la abadía, sabiendo que estaba prohibido, como tuvo a bien recordárselo el obispo al acudir a reclamar el cuerpo, y cuando ella le replicó que en su lecho de muerte el hombre se había arrepentido de sus pecados y suplicó perdón. Santa cuando los servidores del obispo excavaron en el cementerio y nada encontraron, pues cada huella borrada fue y cada rastro oculto, marchándose sólo con manos vacías pues la abadesa no confesó donde había ocultado el cuerpo del noble. Hildegarda siguió siendo santa hasta el día de su propia muerte, aun cuando su último pensamiento al terminar cada día fuera para el hombre que estaba enterrado bajo su propio lecho, en su celda de la abadía de clausura.

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