martes, 20 de mayo de 2014

Pamela Durán Díaz


Pamela Durán Díaz (Saltillo, Coahuila, 1981). Doctora en Urbanismo y Máster en Urbanismo por la Universitat Politècnica de Catalunya y Arquitecta con especialidad en Diseño Urbano por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Con numerosas publicaciones relacionados con su formación académica en diversas revistas científicas y memorias de congresos. Directora del Consejo Editorial de la Revista Cardus, revista electrónica de estudios urbanos con sede en México, Alemania y España. Es escritora desde antes de saber escribir: le dictaba cuentos a su mamá y después los ilustraba. Debido al inminente latido de la pluma cuando aún sujetaba crayolas, su hermana mayor le enseñó a escribir cuando aún no contaba los cuatro años de edad. Fue miembro del Taller Literario Juvenil del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes coordinado por José Luis Velarde entre 1993 y 1998. Publicó dentro de la plaquette colectiva Se murió Minineitor (1996). Primer lugar en el Concurso de Cuento y Poesía Juan José Amador 2004, organizado por la Universidad Autónoma de Tamaulipas a través de la Dirección de Extensión Universitaria, Ciudad Victoria, Tamaulipas, 2005. Participó en el Concurso de Cuento “Mauricio Babilonia”, obteniendo el reconocimiento personal del Premio Nobel Gabriel García Márquez, Monterrey, Nuevo León, 2003. Primer Lugar en el XXI Concurso de Habilidad Escritural 2000. Segunda Mención en el Concurso Estatal de Cuento a nivel Medio Básico, organizado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Tamaulipas, Ciudad Victoria, Tamaulipas, 1993.




La lidia


Conrado siente un dolor punzante en la espalda, frío, metálico, puntual. Un flechazo, una lanza de dolor. La multitud ruge. La furia de Conrado se apacigua a cuentagotas mientras que la calidez de lo que él cree sol del verano se derrama y lo envuelve, haciendo las paces con él, tras noches de hambre y vela. Poco sabe Conrado que en la arena los toros como él nunca ganan. El abrazo de su propia sangre lo estrangula hasta la muerte.



Pólvora


Llegó la noche en que tus labios sabían a pólvora. Detrás de tu risa había un eco metálico. Me cegaba la suciedad del aire, me ensordecía la gravedad de tu voz y tus labios sabían a pólvora, sólo de noche, esa noche.

Apretaste el gatillo y el arma sí estaba cargada. Tus palabras brillaron color plata, se incrustaron en mi pecho, ardientes.

El recuerdo se derramó con la sangre que se esparcía por el suelo y que había salpicado los muros. Se escapó, incontenible, helándome.

Tu imagen se perdía entre el humo, te miré un instante y te amé más que nunca. Cerré los ojos, escuché tus pasos cada vez más lejanos. Se atenuó el olor y cuando se detuvo mi latido, tú ya no estabas ahí.



El espejo


Angelina se extasiaba frente al espejo admirando su propia belleza mientras peinaba sus largos cabellos de cobre. Las mangas de su blusa se habían deslizado, dejando al descubierto la nívea curvatura de sus hombros. Su piel rosada irradiaba vida. Nunca había sido tan bella y nunca volvería a ser tan joven como en ese instante.

A su lado, la enfermera esperaba a la anciana que día tras día se detenía embelesada ante la “Joven peinándose” de Renoir. Quizá sería buena idea traer también aquella reproducción de “Cenizas” de Munch, disponible en el museo.



Burka


Ahmed estaba irritado y perdido por esa mirada tan severa y suplicante que se volvía seductora. Lo enloquecía. Se sentía tan atraído como juzgado. Ojalá los burkas cubrieran menos el cuerpo y más la conciencia, se decía mientras lanzaba la piedra.



Efecto mariposa


Miles de mariposas batían sus alas en una erótica danza frente a sus congéneres. Bailaban cada cual más rápido, con más elegancia, más intensidad, agitando el aire.

Mientras tanto, medio millón de filipinos corrían desesperados al refugio más cercano sin poder dar una explicación científica a la fuerza del huracán que soplaba a más de 300 kilómetros por hora y engullía sus aldeas.



Efecto catedral


Silvia ama caminar bajo hileras de árboles cuyas copas se juntan en lo alto, mientras escucha el silbido del viento que corre entre los árboles y acaricia su rostro, le despeina los cabellos, le alza falda.

Pero el amor de Silvia no es correspondido, pues para los árboles y el viento no es más que lujuria. Al verla pasar se inclinan para contemplarla de cerca, se dejan mover por la corriente de aire para intentar tocarla, mientras que Céfiro la acaricia, le arranca la ropa y le silba piropos tan inapropiados que no los reproduciremos aquí.



Textos: cortesía de la autora.

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