lunes, 26 de julio de 2021

Alejandro Flores Hernández


 

Alejandro Flores Molina (Ciudad de México, 1989) estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán. Su primer libro Contemplaciones desde el tuétano apareció en el 2020 bajo el sello editorial de Libros del fresno. Es miembro del consejo editorial de la editorial Corazón de diablo. Sus textos han aparecido en las revistas De-lirio, Tema y variaciones de Literatura #53 de la UAM y en las revistas electrónicas Caracola Magazine y Revista Tabaquería en donde mantiene la columna mensual Senderos de la brevedad.

 

 

 

Ventana

 

Los vidrios están tristes. Necesitan la lluvia más que las plantas. Cada gota sobre ellos la viven como una lágrima. Como si esas pequeñas partículas acudieran a su dolor para ser lloradas por ellos. Ojalá no tarden las lluvias. También las necesito.

 

 

Trinidad falible

A Leslye Zamorano

 

—Hablar con dios es imposible. No hemos podido arreglar nuestras diferencias por su culpa —se quejó el diablo.

—¿Por qué lo dice, señor?

—Porque, dios padre, dios hijo y dios espíritu santo hablan al mismo tiempo y no se les entiende nada.

 

 

Libertad enjaulada

 

La última vez que visité a mi abuelita entristecí. Me mostró su nueva adquisición: un hermoso ejemplar de picogordo tigrillo.

—No, abue. Las aves tienen que ser libres.

—Pero tu tío no me deja tener nada. Me regaló mis pipilitos, mi borrega, mis conejos y mis gallinas. Que porque, según, no los cuido. Y mis pobres perros me los fue a abandonar al monte, el cabrón. Además, escucha qué hermoso canta.

Mientras todos dormían sentí la obligación de liberar al ave. Me miró acostada en su nido sin moverse.

—¿Por qué no te vas? —susurré.

—¿No escuchaste? Soy lo único que queda de la libertad de tu abuela. Déjame dormir. Mañana tengo mucho que cantar.

 

 

La niña del durazno

A Yarubi Domínguez

 

En el metro se me acercó la pequeña indigente y me pidió dinero. Le di el durazno que mi mamá me pone, y siempre tiro porque se aplasta en mi mochila. Se tiró en el suelo y mordió la fruta. El placer de su cara y la avidez con que lo devoró, después del primer mordisco, me conmovieron. Al terminarlo, se guardó el huesito en la bolsa y se fue a otro vagón. Al día siguiente llevé dos duraznos, pero no la vi y no he vuelto a verla. Desde entonces ya no tiro los duraznos.

 

 

La guerra de los espejos

 

Los ejércitos se hallaban frente a frente. Nadie supo qué lado comenzó el ataque. Las esquirlas salpicaban a los contrincantes que, asustados y confundidos, se miraban estrellados por el arma del rival. Al finalizar el combate los sobrevivientes sufrían la confusión de la victoria sobre el enemigo que, al mismo tiempo, los hizo experimentar su propia muerte. La guerra es un reflejo, a fin de cuentas.



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