lunes, 25 de mayo de 2015

Eduardo Cerdán




Eduardo Cerdán (Xalapa, Veracruz, 1995). Narrador y ensayista, es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde imparte clases. Ha colaborado en publicaciones periódicas como Confabulario de El Universal, La Jornada Semanal, Letras Libres, Literal, Crítica y La Palabra y el Hombre. Textos suyos aparecen en varias antologías, entre las que destacan: Latinoamérica en breve (UAM-X, 2016), Dejar huella. Perros de papel, de la memoria, de la imaginación (Ediciones Cal y Arena, 2017) y Desierto en escarlata. Cuentos criminales de Ciudad Juárez (Nitro/Press, 2018). En 2015 fue becario de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas, dentro del área de narrativa. Parte de su trabajo académico y literario se ha traducido al inglés y al francés. Está a cargo del Taller de Creación Narrativa de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, fue editor de narrativa en Cuadrivio y actualmente es jefe de redacción de la revista Punto de partida de la Dirección de Literatura de la UNAM. En 2019 se publican sus libros de cuentos Pasos en la casa vacía y Los niños vuelven de noche, este último en el Fondo Editorial Tierra Adentro.
Web: www.eduardocerdan.com
Twitter: @Eduardo_Cerdan
Correo electrónico: eduardoRcerdan@gmail.com



La noche del duende

Cuando vislumbra el bulto enano que yace entre él y su esposa dormida, Manuel, recién despertado por una pesadilla y con la mente aún nublada por el alcohol, se acuerda de la vez en que el duende que lo acechaba de niño se metió entre sus sábanas y lo llevó a perderse en el Macuiltépetl, y recuerda el terror por el tacto de la manita fría que lo apremiaba a salir a mitad de la noche rumbo al cerro, y revive la angustia que sentía deambulando entre las tinieblas martirizadas por el chipichipi y las ganas de orinar que tuvo al resbalarse a ciegas en el lodo y también la impaciencia que lo hizo llorar mientras, sentado sobre un tronco húmedo, esperaba el amanecer; Manuel, sin levantarse de la cama matrimonial, carga con violencia el fardo chaparro y lo lanza al suelo, lo que produce un ruido sordo que de inmediato despierta a la esposa, quien al ver la escena exclama horrorizada: ¡¿Qué le hiciste al bebé?!


Estado de sitio

¿Los oyes, hija? Todavía están lejos, pero no tardan en venir. Están enojados. Creo que traen hambre. Cuando se acerquen tienes que aguantarte el miedo porque lo huelen. Si quieres escóndete al fondo de la casa. O no: mejor escóndete acá, mira, en el baño. Ya, ya, no pasa nada. En cuanto amanezca van a regresar por donde vinieron. Así lo han hecho siempre, acuérdate. Tú no te preocupes por nada, que aquí está tu mamá para cuidarte... ¡Sh! Oye eso. Se están acercando. ¡Escóndete ya porque vienen rápido! Órale, mi amor, métete al baño. Córrele y no olvides poner el seguro, te lo pido. ¿Lista? ¿Ya cerraste bien? ¡Apúrate, hija, que ya voy a apagar la luz!


Ayuda

En la esquina de Enríquez con Revolución me encuentro a un enano prieto de mediana edad, con bigote incipiente y desprovisto de todas sus extremidades. Tumbado sobre un carrito de servicio muy resistente, muerde una pandereta que agita con la mandíbula. Alcanzo a leer un letrero, pegado al carro, que contiene la palabra Ayuda y el signo de pesos al revés. Un grupo de sujetos divertidísimos, adolescentes de diecisiete a lo mucho, sacude al hombre y rueda el carrito de un lado a otro con ánimo bestial. El mutilado, con los muñones descubiertos por el ajetreo y sin soltar la pandereta, pela los ojos saltones como si con ello pidiera auxilio. Las carcajadas de los jóvenes se mezclan con el ruido del instrumento. Un montón de gente ha detenido su paso para ver este cuadro mórbido. Algunos sonríen divertidos, a otros se les nota la angustia. A mí se me revuelve el estómago y siento lástima. Con las cejas arqueadas, el enano clava sus ojos suplicantes en mí. Yo esquivo su mirada y me voy.


La muñeca rota

Creyeron que era el mago quien la hacía hablar hasta que le vieron las cicatrices de los muñones.


Hierra

Ese día la recorrió de labios a labios. Su lengua reptó por las comisuras, el cuello, las bayas de los pechos, y delineó el ombligo antes de llegar a la entrepierna. Succionándola como a un manila mordisqueó la piel blanda hasta que se incorporó, con el bigote aceitado, para pasear sus yemas del muslo a la ingle y de la ingle a la vulva. Movido por un arrebato momentáneo de vacilación, quiso escamotear el orificio que ya se dilataba para recibirlo, así que comenzó a alternar velocidades en el tacto de los pliegues. Cuando se detuvo, los labios parecían sellados por la hinchazón, lacios los vellos por la humedad. Los gemidos de mujer, fundidos con el gruñido cercano del verraco, hicieron que él se irguiera pronto. Se deshizo de todo escrúpulo, ahora sí, y entró sin más. Oyóse un crujido tenue y, antes de que aplaudieran las pieles, una onda roja de olor a hierro cruzó el aire. Vaciado él, durante los segundos felices después del orgasmo, pensó con orgullo que su espesura se cuajaba dentro de una orejana. Se henchía macho y potente mientras pensaba que la había iniciado, que ahora tenía su sello. Lucía tan bien así, tumbada en la cama con los muslos brillosos, que no podía dejar de verla. Y entonces se alegró al punto de olvidar, sólo por unos segundos, que era su hija la de la hierra.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy muy buenos cuentos. Y de un escritor tan joven! Tiene una voz original, me gustaron mucho.

Gloria Aburto dijo...

Coincido con el mensaje anterior. He enviado un mail a la dirección incluida en esta entrada. Ésta es una buena plataforma para talentos emergentes, felicidades a los antologadores.