lunes, 3 de febrero de 2014

Javier Perucho (2)


Javier Perucho es editor, ensayista e historiador literario de dos géneros menores, una causa perdida y los escritores extravagantes. Sobre los géneros menores, escribió Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México (2009), del que se desgajaron Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano (2008) y El cuento jíbaro. Antología del microrrelato mexicano (2006). En “Escrituras privadas, lecturas públicas. El aforismo en México. Historia y antología” dará noticia del otro género menor. De la causa perdida han aparecido Estéticas de los confines (2003), Hijos de la patria perdida. Pachucos, chicanos e inmigrantes en la narrativa mexicana del siglo XX (Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas 2000) y Los hijos del desastre (2000). La apología de los escritores raros la inició con “Pedro F. Miret, un raro del otro siglo”, antecedente de su teoría de los raros. Como narrador, prepara el libro Anatomía de una ilusión. Es Doctor en Letras por la UNAM, egresado con mención honorífica en cada uno de sus grados académicos, que se gana la vida como profesor investigador en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. En su blog, Miretario, da cuenta de novedades editoriales, cuelga reseñas, celebra efemérides y participa de las noticias culturales, además de ser el recipiente natural de su varia invención; en su columna El Brazo y la Espalda (huellasmexicanas.com/revista/) ausculta la historia cultural de los mexicanos de la diáspora, apunta los acervos literarios de los chicanos y explora la imagen de los “indocumentados” que se desprende del imaginario cinematográfico europeo, estadounidense y mexicano.



La tarea

Para Federico Patán

Cómo se le ocurre al maestro dejarnos esa tarea. Escribir una narración en cuyo final injertemos otro cuento, que además sea congruente con nuestra historia, salida de su ronco pecho, así dijo en el salón.
Al terminar la clase, tomó su libro, el borrador y los plumones de su escritorio sin escuchar nuestras demandas, nuestras súplicas de que ejercicios de escritura ya no queríamos, que nos mandara al cine, al museo o planeara un trabajo en equipo, qué no sabe que para escribir ya está internet. Como él no tiene nada que hacer, cuando vas a su cubículo se la pasa escribiendo o pegado a sus libros, o lo encuentras en la cafetería con sus amigos, siempre discutiendo, acalorados por la charla.
Y ahora de dónde saco esa historia, a la que voy a pegar lo que anotó en el pizarrón, que copio tal y como la apunté en mi cuaderno: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.” Según él, un cuento extraordinario, el más breve jamás escrito, ¡Ups! Si ésos son sus gustos, qué leerá o de qué hablará con esos fachosos y greñudos que se sientan a su mesa.
Cuando me devuelve las tareas, dice que ponga atención en las palabras, que Jesús lleva acento, que me faltaron tantas comas, ¡cuánto me fastidia señalando en rojo mis errores!
¿Y si le escribo cuando me asaltaron en el trolebús, o sobre el primer beso que me regaló la Margarita detrás del zaguán, o el día que conocí el mar?, ¿pero esos retazos de mi vida serán una narración? Si esos aconteceres fueron verdad, ¿podré vaciarlos en un cuento, en una historia?


A la mar sirena

Para Paula Ruggeri, a veces sirénida

Salimos de casa tomados de la mano. En susurros, me dijo: Del mar profundo vengo; al ancho mar regreso. ¿Vienes conmigo? No sé nadar, grité aterrado. No importa, me consoló, basta con que te anude a mi cauda para remontarte. Desde entonces, conozco los secretos del viejo mar pirograbados en las dunas que forman las apacibles olas en el lecho marino.


Silencio de alcoba

Sépanlo bien, escribanos: No cantamos para él porque nos difamaron diciendo que olíamos a pescado, que formábamos tropel entre las causas perdidas, igualándonos con las suripantas, ¡ja! ¿Que Ulises nos poseyó ingeniosamente para ya no volver a nuestro lecho? Ensueños de marino en alta mar y patrañas de poeta.
Si supieran. Ulises apenas desembarcó, se quedó dormido por cansancio. Contó luego por ahí que se amarró al mástil mientras le untaban cera en el caracol de los oídos y ordenaba a su tropa marinera que no lo dejaran atracar en esta ínsula de playas apacibles y remansos de mar si el vórtice de nuestro canto lo atrapaba, infundios que luego propaló ladinamente entre sus rapsodias aquel poeta invidente y con él, ustedes.
Sí, apenas salmodiamos para aplacar su sueño de náufrago a la deriva. Y según la buena palabra de la nereida bicaudal que lo velaba, dormía agitado, lubricado por la esposa tejedora, Penélope, el nombre que susurraba en su descanso de alcoba silente.
Antes de volver a su barco, desvaneció con agua dulce el sudor agrio, las costras de sal adheridas a su torso y su imberbe barba pilosa.
El testimonio de sus libros apenas recoge esos infundios de marinero célibe.


Microrrelatos inéditos que forman parte del libro Anatomía de una ilusión.


Penelopeana
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A David Chávez, por Un mito con agallas
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Ese Ulises, ¿creía el inocente que cada vez que se embarcaba me iba a quedar así, sola y sin atrevimientos, sin nadie que pastara entre mis humedales? Si lo vi, cuántas veces, retozando con las nínfulas en las alcobas de palacio. ¿Habrá pensado que me quedaba en la baranda solicitando el ocaso mientras tejía? Naturalmente, a mí también me acompañaba en la mañana un mancebo de barba florida, quien durante las tardes ramoneaba el tiempo entre el vértice de mis muslos y por las noches sin luna fisgoneando por mis oquedades. Ay, Ulises, yo también penelopeaba mientras plañía tu ausencia.


Tiempo de Odiseo
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Cuando la reina se aposente en la baranda, me subes a la alcoba a aquella ninfa pelirroja y, cuando te silbe, atrancas la puerta, donde fingiré dormir profundo, en desnudo absoluto. Si grita o se espanta, la pastoreas hasta mi lecho, entonces la tomaré por la espalda. Dicen los pajes de la corte que practica una suerte de quiromancia. Antes de partir en mi bergante, quiero que lea en el mástil mi futuro. La falomancia es un arte antiguo. Quiero saber qué hay de incierto en mi destino.


Oficio de falomántica
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No son las líneas de tu mano, amor, pero puedo anticiparte por la tensión de las venas en tu falo, el torrente de sangre que lo recorre, la pigmentación blanca y pilosa de la piel que lo arropa y la ligera curvatura derecha de tu miembro, que todos sabrán de tu muerte, aunque nunca encontrarán al malnacido agazapado que soltará la tensa cuerda del arco desde donde salió disparada la saeta que destrozó tu cráneo, esparció tu sangre sobre la capa negra y apagó la promesa de tu vida.


 Página web: Miretario

1 comentario:

Javier Perucho dijo...

Quedo agradecido —y conmovido— por su benevolencia y generosidad.
Un abrazo: JP