martes, 23 de junio de 2015

Gerardo Farías Rangel


Gerardo Farías Rangel nació en Morelia, Michoacán el 3 de octubre de 1985. Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UMSNH y maestro en Literatura Hispánica por la universidad de Guanajuato.
Ha dedicado gran parte de su labor profesional a las minucias del lenguaje como profesor de literatura, español e inglés. Comenzó a escribir poemas desde adolescente, pero encontró en el cuento su género favorito. Ha publicado poemas y cuentos en varias revistas nacionales impresas y electrónicas. Es autor de un libro de cuentos y minificciones Sobre el olvido y el juego (Canapé/2013) y coautor del libro de crítica literaria Revueltas (Conaculta/FONCA/Universidad de Guanajuato).



Síntoma

La comezón era insoportable. Aun así decidió no intentar moverse hasta que todos los zopilotes se marcharan.


Las puertas

La niña empujada por la curiosidad abrió la puerta. Miró las sombras amalgamadas de sus padres penetrándose. Cuando creció, abrir puertas se convirtió en su religión.


El crimen no paga

Limpió con gran esmero toda la sangre. Su pecho estaba hinchado de orgullo y sonreía seguro de su éxito. Se marchó caminando lentamente. A sus espaldas el fantasma de su víctima comenzaba a tomar forma.


Causa

Un día nos enamoramos. El miedo nos tapó la boca y, desde entonces, el aliento nos apesta a algo echado a perder.


La última infancia

Todos le decían que se veía muy bien, pero él se sentía muerto desde hace mucho tiempo. Era aburridísimo ver cómo la vida de los demás pasaba llena de tantos vacíos. La familia estaba reunida y había una gran fiesta. Tres generaciones reunidas en aquella casa. El bisnieto que más le caía mal estaba celebrando su cumpleaños. Trató de recordar lo que era ser un niño. Tomó el vaso con agua que estaba frente a él y se lo echó sobre la cabeza.
—¡Ay papá! —Se quejó su hija menor—, disculpen, no sé qué le pasa, seguro la muchacha olvidó darle su medicina.


Lección de vida

Ese día se levantó temprano, tendió su cama, cepilló sus dientes y por primera vez usó el hilo dental y el enjuague bucal. Salió a correr alrededor del fraccionamiento donde acababa de comprar su casa, era su primera mañana ahí. Estaba lista para iniciar su nueva rutina, su vida nueva. Había decidido dejar los dos litros de coca-cola diarios, abstenerse de comer chocolate, pan y tortillas, y, por supuesto, dejar de fumar, para decididamente olvidarse de aquel hombre que la hacía sentir “tan bien” cuando la llamaba mi gordita. Jamás volvería a ser la misma. Cuando estaba por terminar la primera vuelta, miró el horizonte lleno de casas idénticas que servían de firmamento a un sol hermoso y demasiado cálido para las siete de la mañana. Sonrió satisfecha. Al dar vuelta en la esquina de su casa, resbaló con el borde de la banqueta y se golpeó la cabeza contra la gran maceta de barro que decoraba su entrada. El agua de la planta recién regada se tornó marrón. Jamás volvería a ser la misma.


El nacimiento de la amargura

Bañado en sudor pensaba en las palabras exactas que diría. Llevaba mucho tiempo imaginando este momento. Tenía la boca seca y las rodillas heladas. Todo mundo estaba en silencio esperando a que llegara el maestro. Se levantó de su butaca y atravesó el salón. Las miradas de todos sus compañeros se clavaron en su cuello y espalda haciendo su caminar mucho más dificultoso y lento. Se detuvo frente a ella. Extendió temblorosamente la mano en la que tenía la flor arrancada del patio de su abuela y la puso sobre su pupitre. Su cuerpo fue incapaz de cualquier otro movimiento. La cara regordeta se le llenó de manchas rosadas. La mirada perdida y en el pecho los latidos nerviosos se le atoraban. Todos comenzaron a murmurar y algunas risas resonaron como si vinieran desde el fondo de una cueva horrorosa. Ella no dijo nada, ni siquiera sonrió. Él esperaba algo, la mano se le había quedado ridículamente extendida en el aire. Ella miró la flor y dejó escapar un suspiro. Él dejó de respirar. Todos a su alrededor, acechando la inevitable respuesta, se convirtieron en el público más morboso para el suceso más íntimo. Él, por fin, pronunció las palabras, pero ella soltó una risa terrible que rasgó su voz y, entonces, surgió una carcajada grupal, monstruosa como una avalancha. Todo el salón se cayó a pedazos sobre él. El mundo se le vino encima. Su manita infantil dejó de temblar y se empuñó.


Monólogo de una muchacha de Milos

No puedo dormir. Desde que me sacaron, no he podido dormir. Hace tantos años ya. Y esta posición me cansa demasiado. Antes, sabía qué pesaba: en un lado, la necia manzana; en el otro, el efímero aire. Pero ya no son esas pequeñas formas, esas ideas. Me pesa todo y veo muy poco. Qué contrariedad. Mi mundo ahora es seco y gris. ¿Dónde quedó mi patria marina, dónde mi fuego forjador, dónde… mi vida? Contaría la historia, la mía y la de tantos otros, pero sería inútil. Nadie sabe escuchar aquí. Nada hay o casi nada que es peor. Tengo frío y es inmenso el eco. Y así me muestran, sin pudor, fragmentada. Es una tragedia. ¿Cómo se atreven a llamarme diosa del amor? ¿Cuál amor? No está. No hay tal. Se fue o lo perdí. No lo sé. No lo tengo. Y sólo pienso en él. Hago como que abro y cierro los ojos lentamente: me arrullo en su vaivén. Al menos, eso imagino: que puedo dormir. Quizá en un sueño lo abrazaría si pudiera.


El columpio

Juguemos al gran juego de volar
en esta silla: el mundo es un relámpago.
Gonzalo Rojas

Hay un árbol casi ya sin hojas que extiende sus ramas hacia el cielo como implorando algo, detrás de él hay más árboles que lo miran como si fuera un oráculo. El niño está columpiándose a un lado del árbol. Todo sube y baja y cambia de lugar. El viento sopla pero hace calor y el sol inmenso allá en la lejanía, metiéndose lentamente entre los edificios. La cabeza del niño parece colgada de un gancho, como la de los cerdos en la carnicería. Sus ojos se deleitan con el paisaje cambiante bajo sus pies: la tierra, el parque, los edificios, el sol inmenso, las nubes… la punta de los árboles.
A lo lejos, se oyen dos voces enfurecidas que se gritan una a la otra. Los alaridos rebotan por todas partes y tratan de llegar a él, pero la velocidad con la que se balancea los corta de tajo e impide que lo golpeen. No escucha nada, pero siente algo, no sabe qué y sigue columpiándose. Las manos sudorosas se agarran con ansiedad a las cadenas despintadas y con las puntas de los pies descalzos va trazando dos surcos sobre la tierra, dos zanjas cada vez más profundas. Arriba… abajo… arriba… abajo… Está decidido: toma un profundo respiro y cierra los ojos.
Qué mejor salida que volar… volar como Ícaro antes de que el sol desaparezca. Salir disparado, lejos de aquí.
Expulsa su última palabra, delgada y todavía aprisionada, que apenas el viento puede escuchar. El árbol pierde sus últimas hojas, sus ramas liberan un sutil crujido, el sol se esconde ondulante y el columpio se queda vacío y nostálgico, aún balanceándose.


El accidente

La multitud es borrosa, parece distante. Está interesada en una escena peculiar. Una atracción callejera y gratuita interrumpió su vida de tianguis dominical. Qué vergüenza. Algo como un circo se instaló sin pedir permiso. Sí, los colores son definitivamente circenses: están el azul de la lona que cubre las jaulas de los pollos, el rojo de la sangre encharcada en el piso y el ámbar cálido de los focos recién encendidos. El espectáculo ha convocado a niños, jóvenes y adultos, pero nadie sabe quién es. Todos se preguntan cómo y por qué. Nadie recordaba haber escuchado una detonación. «Ni siquiera trae una pistola», un hombre indicó mirando al resto. «Su sangre ya se mezcló con la de los pollos», dijo una señora sin pudor. «Nada más apareció y ya», señalaron unos niños angustiados y sorprendidos. Nadie comprendía lo que había pasado y eso me preocupó. Porque yo tampoco sé lo que hago aquí tirado a mitad de la calle con un balazo en la cabeza.



Contacto: gfrmail@gmail.com


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