Gerardo Farías Rangel nació en Morelia, Michoacán
el 3 de octubre de 1985. Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por
la UMSNH y maestro en Literatura Hispánica por la universidad de Guanajuato.
Ha dedicado gran parte de su
labor profesional a las minucias del lenguaje como profesor de literatura,
español e inglés. Comenzó a escribir poemas desde adolescente, pero encontró en
el cuento su género favorito. Ha publicado poemas y cuentos en varias revistas
nacionales impresas y electrónicas. Es autor de un libro de cuentos y
minificciones Sobre el olvido y el juego
(Canapé/2013) y coautor del libro de crítica literaria Revueltas (Conaculta/FONCA/Universidad de Guanajuato).
Síntoma
La comezón era insoportable. Aun así decidió no intentar
moverse hasta que todos los zopilotes se marcharan.
Las puertas
La niña empujada por la curiosidad abrió la puerta. Miró
las sombras amalgamadas de sus padres penetrándose. Cuando creció, abrir
puertas se convirtió en su religión.
El crimen no paga
Limpió con gran esmero toda la sangre. Su pecho estaba
hinchado de orgullo y sonreía seguro de su éxito. Se marchó caminando
lentamente. A sus espaldas el fantasma de su víctima comenzaba a tomar forma.
Causa
Un día nos enamoramos. El miedo nos tapó la boca y, desde
entonces, el aliento nos apesta a algo echado a perder.
La última infancia
Todos le decían que se veía muy bien, pero él se sentía
muerto desde hace mucho tiempo. Era aburridísimo ver cómo la vida de los demás
pasaba llena de tantos vacíos. La familia estaba reunida y había una gran
fiesta. Tres generaciones reunidas en aquella casa. El bisnieto que más le caía
mal estaba celebrando su cumpleaños. Trató de recordar lo que era ser un niño.
Tomó el vaso con agua que estaba frente a él y se lo echó sobre la cabeza.
—¡Ay papá! —Se quejó su hija menor—, disculpen,
no sé qué le pasa, seguro la muchacha olvidó darle su medicina.
Lección de vida
Ese
día se levantó temprano, tendió su cama, cepilló sus dientes y por primera vez
usó el hilo dental y el enjuague bucal. Salió a correr alrededor del
fraccionamiento donde acababa de comprar su casa, era su primera mañana ahí.
Estaba lista para iniciar su nueva rutina, su vida nueva. Había decidido dejar
los dos litros de coca-cola diarios, abstenerse de comer chocolate, pan y
tortillas, y, por supuesto, dejar de fumar, para decididamente olvidarse de
aquel hombre que la hacía sentir “tan bien” cuando la llamaba mi gordita. Jamás volvería a ser la
misma. Cuando estaba por terminar la primera vuelta, miró el horizonte lleno de
casas idénticas que servían de firmamento a un sol hermoso y demasiado cálido
para las siete de la mañana. Sonrió satisfecha. Al dar vuelta en la esquina de
su casa, resbaló con el borde de la banqueta y se golpeó la cabeza contra la
gran maceta de barro que decoraba su entrada. El agua de la planta recién
regada se tornó marrón. Jamás volvería a ser la misma.
El nacimiento de la
amargura
Bañado en sudor pensaba en las palabras exactas que
diría. Llevaba mucho tiempo imaginando este momento. Tenía la boca seca y las
rodillas heladas. Todo mundo estaba en silencio esperando a que llegara el
maestro. Se levantó de su butaca y atravesó el salón. Las miradas de todos sus
compañeros se clavaron en su cuello y espalda haciendo su caminar mucho más
dificultoso y lento. Se detuvo frente a ella. Extendió temblorosamente la mano
en la que tenía la flor arrancada del patio de su abuela y la puso sobre su
pupitre. Su cuerpo fue incapaz de cualquier otro movimiento. La cara regordeta
se le llenó de manchas rosadas. La mirada perdida y en el pecho los latidos nerviosos
se le atoraban. Todos comenzaron a murmurar y algunas risas resonaron como si
vinieran desde el fondo de una cueva horrorosa. Ella no dijo nada, ni siquiera
sonrió. Él esperaba algo, la mano se le había quedado ridículamente extendida
en el aire. Ella miró la flor y dejó escapar un suspiro. Él dejó de respirar.
Todos a su alrededor, acechando la inevitable respuesta, se convirtieron en el
público más morboso para el suceso más íntimo. Él, por fin, pronunció las
palabras, pero ella soltó una risa terrible que rasgó su voz y, entonces,
surgió una carcajada grupal, monstruosa como una avalancha. Todo el salón se
cayó a pedazos sobre él. El mundo se le vino encima. Su manita infantil dejó de
temblar y se empuñó.
Monólogo de una muchacha
de Milos
No puedo dormir. Desde que me sacaron, no he podido
dormir. Hace tantos años ya. Y esta posición me cansa demasiado. Antes, sabía
qué pesaba: en un lado, la necia manzana; en el otro, el efímero aire. Pero ya
no son esas pequeñas formas, esas ideas. Me pesa todo y veo muy poco. Qué
contrariedad. Mi mundo ahora es seco y gris. ¿Dónde quedó mi patria marina,
dónde mi fuego forjador, dónde… mi vida? Contaría la historia, la mía y la de
tantos otros, pero sería inútil. Nadie sabe escuchar aquí. Nada hay o casi nada
que es peor. Tengo frío y es inmenso el eco. Y así me muestran, sin pudor,
fragmentada. Es una tragedia. ¿Cómo se atreven a llamarme diosa del amor? ¿Cuál
amor? No está. No hay tal. Se fue o lo perdí. No lo sé. No lo tengo. Y sólo
pienso en él. Hago como que abro y cierro los ojos lentamente: me arrullo en su
vaivén. Al menos, eso imagino: que puedo dormir. Quizá en un sueño lo abrazaría
si pudiera.
El columpio
Juguemos
al gran juego de volar
en
esta silla: el mundo es un relámpago.
Gonzalo Rojas
Hay un árbol casi ya sin hojas que extiende sus ramas
hacia el cielo como implorando algo, detrás de él hay más árboles que lo miran
como si fuera un oráculo. El niño está columpiándose a un lado del árbol. Todo
sube y baja y cambia de lugar. El viento sopla pero hace calor y el sol inmenso
allá en la lejanía, metiéndose lentamente entre los edificios. La cabeza del
niño parece colgada de un gancho, como la de los cerdos en la carnicería. Sus
ojos se deleitan con el paisaje cambiante bajo sus pies: la tierra, el parque,
los edificios, el sol inmenso, las nubes… la punta de los árboles.
A lo lejos, se oyen dos voces
enfurecidas que se gritan una a la otra. Los alaridos rebotan por todas partes
y tratan de llegar a él, pero la velocidad con la que se balancea los corta de
tajo e impide que lo golpeen. No escucha nada, pero siente algo, no sabe qué y
sigue columpiándose. Las manos sudorosas se agarran con ansiedad a las cadenas
despintadas y con las puntas de los pies descalzos va trazando dos surcos sobre
la tierra, dos zanjas cada vez más profundas. Arriba… abajo… arriba… abajo…
Está decidido: toma un profundo respiro y cierra los ojos.
Qué mejor salida que volar… volar como
Ícaro antes de que el sol desaparezca. Salir disparado, lejos de aquí.
Expulsa su última palabra, delgada y
todavía aprisionada, que apenas el viento puede escuchar. El árbol pierde sus
últimas hojas, sus ramas liberan un sutil crujido, el sol se esconde ondulante
y el columpio se queda vacío y nostálgico, aún balanceándose.
El accidente
La multitud es borrosa, parece distante. Está interesada
en una escena peculiar. Una atracción callejera y gratuita interrumpió su vida
de tianguis dominical. Qué vergüenza. Algo como un circo se instaló sin pedir
permiso. Sí, los colores son definitivamente circenses: están el azul de la
lona que cubre las jaulas de los pollos, el rojo de la sangre encharcada en el
piso y el ámbar cálido de los focos recién encendidos. El espectáculo ha
convocado a niños, jóvenes y adultos, pero nadie sabe quién es. Todos se preguntan
cómo y por qué. Nadie recordaba haber escuchado una detonación. «Ni siquiera
trae una pistola», un hombre indicó mirando al resto. «Su sangre ya se mezcló
con la de los pollos», dijo una señora sin pudor. «Nada más apareció y ya»,
señalaron unos niños angustiados y sorprendidos. Nadie comprendía lo que había
pasado y eso me preocupó. Porque yo tampoco sé lo que hago aquí tirado a mitad
de la calle con un balazo en la cabeza.
Contacto: gfrmail@gmail.com
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