domingo, 5 de junio de 2011

Rogelio Guedea


Rogelio Guedea (Colima, 1974) es poeta, ensayista, narrador y traductor. Abogado criminalista por la Universidad de Colima y doctor en Letras por la Universidad de Córdoba (España), es autor de los libros de poesía Los dolores de la carne (1997), Testimonios de la ausencia (1998), Senos sones y otros huapanguitos (2001), Mientras olvido (Premio Internacional de Poesía Rosalía de Castro 2001), Ni siquiera el tiempo (2002), Colmenar (2004), Razón de mundo (Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2004), Fragmento (Premio Nacional de Poesía Sonora 2005), Borrador (2007), Corrección (2007), Kora (Premio Adonáis de Poesía 2008) y Exilio. Poemas 2001-2010 (2010); de las antologías Los decimonónicos. Antología poética colimense del siglo XIX (2001), Árbol de variada luz. Antología de poesía mexicana actual (2003) y A contraluz. Poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente (2005); de los libros de microrrelato Al vuelo (2003), Del aire al aire (2004), Caída libre (2005), Para/caídas (2007), Cruce de vías (2010) y Pasajero en tránsito (2010); de los libros de ensayo Poetas del Medio Siglo: mapa de una generación (2007) y Oficio: leer (2008), y de las novelas Conducir un trailer (Premio Memorial Silverio Cañada 2009) y 41 (2010), ambas publicadas en Random House Mondadori. Actualmente es columnista de los periódicos mexicanos Ecos de la Costa y La Jornada Semanal y profesor de literatura latinoamericana del Departamento de Lenguas y Culturas de la Universidad de Otago (Nueva Zelanda).



Supermercados

Ayer en la noche fui al supermercado. Suelo ir por la mañana, muy temprano, porque la fruta y la verdura preservan mejor el olor de su frescura. Pero esta vez fui por la noche. Cogí el carrito y empecé, como siempre, por la sección de frutas y verduras. Al lado mío estaba una mujer de cabello largo, rubio, que usaba pans y tenis blancos. La miré de reojo mientras escogía jitomates. Cuando iba por las mandarinas, vi que la mujer de cabello largo ponía en mi carrito una bolsa de zanahorias. Pensé que se había equivocado, pero luego vi que fue a su carrito y lo empujó hacia la sección de ensaladas. Minutos después, mientras echaba cebollas en una bolsa, vi que la mujer ponía en mi carrito media arpilla de naranjas, para luego avanzar hacia los betabeles y los puerros. Entonces no pude evitarlo. Llené media bolsa de papas y, aprovechando que la mujer estaba desatando un manojo de betabeles, puse en su carrito una piña y un racimo de plátanos. Luego, me di la media vuelta y fui hacia la sección de aderezos. Cuando volví con un par de ellos, me di cuenta de que había en mi carrito una bolsa de betabeles y dos pimientos rojos. Entonces avancé lentamente hacia el carrito de la mujer, mientras ella hurgaba entre las lechugas variopintas, y al paso cogí media sandía, que puse en su carrito en una posición estratégica para que no le costara trabajo descubrirla. Lo mismo sucedió en la sección de cereales, en la de carnes, en la de vinos. Ella ponía en mi carrito pechugas de pollo y yo en el suyo carne molida. Ella una botella de vino tinto y yo una de espumoso. Avena ella. Café yo. Así hasta que salimos del supermercado, ya bastante noche esta vez, subimos al mismo automóvil y durante el trayecto a casa nos fuimos convirtiendo, otra vez, en el marido ejemplar que era yo y en la esposa intachable que nunca ha dejado de ser ella.


Los otros somos nosotros

Fui a comer a las fondas del mercado de abajo. Pedí una pepena en salsa verde y un agua de arroz. Mientras me daban un vaso con hielo, se sentó al lado mío un hombre acompañado de su mujer y su pequeño hijo. El hombre pidió un guisado de puerco y la mujer una carne con papas. Para el niño, que estaba en medio de ambos mirando el mundo con ojos impávidos, ordenaron un plato vacío. Cuando trajeron su orden, la mujer, presta, puso en el plato del niño un trozo de carne y un pedazo de papa, y el hombre haría con las costillas de puerco lo mismo. La figura de la pequeña familia me empezó a entristecer irremediablemente. Al terminar, cuando el hombre pidió la cuenta y le dijeron que eran sesenta pesos, el hombre no supo qué hacer con su solo billete de cincuenta. Entonces hice un guiño imperceptible a la despachante, que supo entenderlo muy bien. La mujer cogió el billete del hombre diciendo “así está bien, no se preocupe” mientras el hombre limpiaba con una servilleta la boquita del niño que, lo delataban sus ojos, se había quedado con hambre. Luego, antes de encaminarse con su mujer y su hijo, el hombre se acercó a mi oído y murmuró: “que Dios se lo pague, amigo”. Obviamente, yo no supe qué decirle ni ahora ni nunca, ni tampoco supe qué hacer con esa mano suya que, al despedirse, tantas cosas sabias a la mía le dijo.


La vida sobre ruedas

Bajando la colina de Brockville hay un camino de terracería que desemboca en un río. A veces, cuando hay sol y no se arremolinan los vientos antárticos, mi hijo y yo hacemos el trayecto en bicicleta. Me gustan los paseos en bicicleta porque nunca será lo mismo ver el mundo sobre cuatro ruedas que sobre dos. Yo mismo llego a diferentes conclusiones cuando voy en autobús que cuando lo hago en motocicleta. La vida, en bicicleta, me parece más suave y menos contrariada, es más fácil vivirla sintiendo el aire fresco de la mañana o escuchando los pajarillos que cantan en la rama de los árboles. Además, en bicicleta uno necesita siempre conservar el equilibrio, para no caer. Uno no puede distraerse en cualquier cosa o descuidar un instante el rumbo porque corre el riesgo de quedar varado a la orilla del camino, tal como cuando somos injustos, corruptos o represores. Pies, manos y cabeza tienen que salvar sus diferencias si no quieren irse de bruces en la primera piedra o bache. Por eso los paseos en bicicleta se parecen mucho a la vida y a vivir, porque si bien un día padecemos una cuesta insufrible, otro ―como éste― bajamos con los brazos abiertos y los ojos cerrados una empinada que, en cada nueva avanzada, se vuelve a renovar.


La mariposa y la muerte

El chorro de agua llega hasta la buganvilia en flor. Me gusta oír su borboteo, me relaja que se derrame y lo inunde todo, refrescando el aire. Pienso que voy a mo­rir un día de tantos realizando este hecho tan simple, como puede ser regar la buganvilia. Nació sola y pensé podría ser una muerte apacible, sólo mirando, sin de­cir nada, sin tener tiempo de llamar a mi mujer o a la vecina, que siempre está al tanto de lo que me sucede. Cerrar los ojos nada más. Y adiós.
Me llega la esperanza de que así sea, por eso lo quiero dejar escrito aquí, en un día de tantos. Una mariposa llega y coquetea con el chorro de agua, se detiene en una rama de la buganvilia. Una mariposa puede ser poco o mucho desde el punto de vista que se le vea. Para el que piensa en la vida, una mariposa se vería muy bien en una exposición, atravesada por un alfiler. Para el que piensa en la muerte, en cambio, una mariposa es más que un vuelo. Nadie piensa en esta mariposa ahora que lo pienso. Pasa desapercibida por todo, el mundo es demasiado ancho y ajeno para ella, aunque su ser lo abarque y lo inunde todo, como el chorro de agua o mi vida.


El amor que yo quería contar

Ésta quería ser una larga historia de amor, una his­toria de un hombre y una mujer que se conocieron un día en el centro comercial, mientras ella miraba con detenimiento unas zapatillas rojas y él, del otro lado del cristal, amorosamente, la miraba mirar. Ésta que­ría ser la historia de un hombre y una mujer que toda su vida ensayaron sus pasos para poderse encontrar. Quería la historia que el hombre abordara a la mujer, la invitara a un café, a un salón de baile, la invitara a amar. Quería esta larga historia que nadie estuviera detrás: ni Dios, no el diablo, ni el azar. Sólo la mu­jer y el hombre saliendo del brazo, amorosamente, del centro comercial. Después vendrían los hijos, las pro­mesas, las noches de frío, el té de las diez, los besos con sabor a lluvia. Después vendrían sus paseos por el jardín, el cine, las reuniones con sus amigos, las breves pero sustanciosas alegrías. Hubiera sido bellísimo que el hombre la invitara a amar, pero la mujer, inespera­damente, y sin advertir la larga historia de amor que yo quería contar, se dio la media vuelta y se perdió en los pasillos del nunca jamás.


Historia de encuentros II

Subió al metro con el periódico bajo el brazo. La noche fría, el airecillo que le volaba el pelo, la gente que subía y bajaba, un niño con el perro al fondo de la estación, fueron quizá indicios, certezas de algo. Como miraba a través de la ventanilla, no reparó de la mujer que se había sentado a su lado. Sintió un calor extra­ño en su mirada. Los autos pasaban y se perdían en una calle o al final de la avenida. Había sido un día como cualquier otro, de llamadas y encargos a los pro­veedores la noche iba invadiendo los escaparates y los restaurantes. De pronto, sintió el brazo de la mujer en su hombro, rodeándole el cuello. No dijo nada. Quizá en algún tiempo, en alguna otra vida, había compar­tido con ella algunas preocupaciones, algunos deseos. Le cogió la mano y empezó a acariciársela, como el que no se sabe protegido. Dos estaciones más adelan­te bajaron, tomados de la mano. Sin decirse nada sin mirarse siquiera, caminaron hacia su departamento. Subieron la escalera. Cerraron la puerta tras de sí. Ella fue al baño, que reconoció como si en algún tiempo, en alguna otra vida, lo hubiese compartido con él. Mien­tras orinaba, silbó un villancico. En la mesa había un florero con flores marchitas, en la cocina trastos sucios, en el sofá un gato. Entraron en la cama, desnudos. Pasaron la noche sin decirse una sola palabra. A la mañana siguiente, la mujer se levantó, comió un poco de cereal, miró el cajón para cerciorarse que todavía permanecieron ahí las tijeras para cortar cartón, y se marchó, complacida. Horas más tarde, él bajó las esca­leras con la esperanza de encontrar un taxi. Parado en bocacalle, rogó a Dios entrar de nuevo en la estación equivocada.


París de cuerpo entero

Él no conocía París, pero tenía en la universidad una magia francesa que se ofreció a enseñárselo. Lo lle­varía hasta el último recodo, de orilla a orilla. La condi­ción que se dejara seducir. Que no opusiera resistencia. Él asintió con la cabeza y sonrió un instante.
Apenas cerraron la puerta de la habitación del hotel, ella corrió las cortinas, apagó la luz y lo hizo entrar en la cama. Cinco días con sus noches estuvieron sus almas luchando cuerpo a cuerpo. Sólo hicieron tregua para beber un poco de la luz que se colaba por las rendijas.
Cuando regresó a su país, y le preguntaron por plazas y museos, por calles y jardines, él, que no había pisado ni la acera contigua al edificio, se quedó mara­villado cuando empezó a responder con la minuciosi­dad de un relojero.


Bajo la rueda

Escribo en un cuarto de hotel donde me faltas. Es­toy escribiendo lo que viví durante el día, como cada noche. En un momento de mi escritura dije que me gustaba salir a caminar para pensarte. En un momen­to de mi escritura dije me gustaba salir a caminar para pensarte. Por la calle voy entonces, sin abrigo de nadie, sin rumbo, y en mi avanzar voy descubriendo esqui­nas en las que tal vez estuve antes, ferreterías, cafés, andadores, plazas. Me he sentado a platicar con el lus­trabotas del jardín, y sin querer le he preguntado por sus hijos, por las tarde llena de palomas. Esta ciudad es como tu cuerpo. Esta ciudad es como tu cuerpo. Estoy escribiendo porque no quisiera que se perdieran en el infinito los ojos de una mujer que vi, ni el estanco de periódicos donde compré un cuento de Kalimán, ni la banca del jardín donde ahora estoy sentado. Unos re­nombrados congresistas me han invitado a leer lo que viví durante el día, pero yo he renunciado a ello, me he disculpado, amable y afectuosamente, y he seguido avanzando por la calle desierta.


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