miércoles, 27 de abril de 2011

Ana Clavel


Ana Clavel (Ciudad de México, 1961). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y es autora de los libros de cuentos: Fuera de escena (1984), Amorosos de atar (1992) y Paraísos trémulos (2002); y de las novelas: Los deseos y su sombra, (2000), Cuerpo náufrago (2005), Las violetas son flores del deseo (2007) y El dibujante de sombras (2009). En 1981 obtuvo el segundo y el tercer lugar en el Concurso de Cuento de la revista Punto de Partida; en 1982, mención en el Concurso de Cuento de la revista Phlural; en 1983, primer lugar del Concurso de Cuento Grandes Ideas de la UNAM, así como primer y segundo lugares en el Concurso Nacional de Cuento del CREA. En 1991 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen con el libro Cuando María mire el mar (después Amorosos de atar). En 1999 fue finalista del Premio Internacional Alfaguara. Con Las Violetas son flores del deseo obtuvo el Premio Juan Rulfo de novela corta 2005 de Radio Francia Internacional. Fue becaria de narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1982 y del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1990. Ha publicado cuentos en los suplementos de El Nacional, Unomásuno y La Jornada, y en las revistas Dosfilos, El Cuento y Tierra Adentro. Alguno de sus cuentos han sido recogidos en memorias y antologías editadas en español, inglés e italiano, como la Antología del cuento mexicano finisecular y Fiction Internacional. Mexican Fiction.



Paraísos trémulos

Cada vez que se cortaba el pelo perdía un poco de memoria. Ella no lo sabía y tampoco los que la rodeaban, así que, en más de una ocasión, la tomaron por desatenta y dejaron de dirigirle la palabra. Por supuesto, ella lo resentía y no se explicaba por qué la gente terminaba por alejarse.
Entonces se miraba al espejo. Reparaba en el hilito que sobraba del suéter; reconocía sus hombros caídos y probaba a darles aliento: suspiraba profundamente. Observaba que el pelo le había crecido y que un mechoncillo rebelde se obstinaba en enfrentarla con la vida. Resolvía un nuevo corte. Y cada vez, el rechazo y el cabello rebelde hacían lo suyo.
Un día, decidió cortar por lo sano. El mundo prometió paraísos trémulos e inexplorados, palpitantes como su cabeza rapada


Altura inadecuada*

Se arrojó desde el mirador de la Torre Latinoamericana porque sintió que no podía más. Al despertar, una enfermera le ajustaba el suero. Alcanzó a gemir: “¡Oh, no!”, pero la enfermera la tranquilizó de inmediato.
            ―Tuvimos que intervenirla ―le dijo― porque desde la altura de la que se lanzó usted es inevitable romperse el alma.


Historia sin Lobo

Este hombre despierta mi hombre. Llega tarde a la cena de autores a la que he sido invitada. Inapetente, apenas si he tocado un par de bocadillos. Saluda y entre el alboroto, queda a mi lado. Es sencillamente un encantador. Toca su flauta y ya me bamboleo y salgo de la cesta. Su olor me abre. Platicamos sin ocuparnos de los otros: de las anguilas que discurren ciegas por su deseo en un libro de Cortázar, de los mingitorios del Bar del Diego "tan inodoros y límpidos que se podría beber agua de ellos". De pronto me pasa la mano por debajo de la mesa. Descubre el bulto que sólo para algunos me crece. "No sabía que las mujeres tuvieran pene", susurra a mi oído. Siento la presión en la entrepierna, casi dolorosa, y le sonrío porque también ha despertado mi hambre. Un camarero coloca un plato de cerezas y quesos en la mesa. Tomo uno de los frutos entre mis dedos y, golosa, comienzo a devorarlo. Mi hombre se levanta y se dirige al baño. Luego de unos segundos en que contesto una pregunta de otro de los invitados, me excuso para ir al tocador. Abro el que no me corresponde. Ahí está mi hombre. No se sorprende al verme pero tiembla y se sonroja con una fiebre repentina. Me aproximo a él y le acaricio sus tímidos senos de doncella encantada. Por fin despiertan. Le digo: "Vaya, vaya... están crecidos" y me inclino a sorberlos. Mi hombre gime rotundamente abierto. Con urgencia, palpa otra vez mi bulto, cada vez más hambriento. Ahora sus ojos son una súplica ardiente. Entonces le ordeno: "Date la vuelta". Sus manos se apoyan en el borde del mingitorio mientras le confieso: "Ahora sí, voy a comerte..."


Inocencias Hitlerianas

"Quiero tu pubis de niña", dijo mi hombre mientras conducía el auto que nos llevaría esa noche hasta su casa. Después de recogerme en el aeropuerto se había dirigido a un restaurante donde cenamos sonrientes y silenciosos. Bueno, la verdad es que las miradas también nos alimentaron luego de meses en los que sólo habíamos mantenido contacto por teléfono y correo electrónico.
Con certeza, sólo sabía tres cosas de él: que le gustaban los autos deportivos, que no bailaba tango aunque era argentino y que le apasionaban los libros que hablaban de la memoria. Había sido arriesgado viajar para conocerlo pero me decidió su indecisión, su escamoteo de agente viajero pernoctando en diferentes ciudades, su irrefrenable postergar nuestras citas.
Una mañana tomé el teléfono y lo enfrenté: "Iré a California...". "¿Cuándo?", me preguntó sobresaltado. "Cuando tú estés...". No tuvo más remedio que aceptar.
Entre los preparativos del viaje una amiga me sentenció: "Cuidado porque los argentinos las prefieren depiladas". Ante mi sorpresa, ella insistió: "Sí, depiladas, rasuradas, ni un pelo en la sopa o cuando más una raya a lo Hitler..." Me negué rotunda: "Pues por ahí empezaremos a discrepar. O me acepta con pelos y señales o no habrá trato”.
Pero mi deseo crecía conforme los días que nos separaban para el encuentro se deshojaban. Alguna vez él me había dicho que desde su departamento se veía el mar. Imaginé que mi deseo era una marejada que se alzaba hasta el piso 22, que mi hombre abría la puerta del balcón y que mi ola gigantesca lo inundaba.
Salimos del restaurante y jugamos en el trayecto. "Te voy a devorar toda la noche", amenazó sin miramientos. Me besaba en los altos y toqueteaba mis senos y mis piernas. Ya casi para llegar escondió su mano en mi pubis y lanzó su súplica que era orden que fue promesa: en sus manos volvería a ser púber otra vez.
Urgidos por tanta espera comenzamos a desvestirnos desde el elevador. Apenas entramos al departamento me condujo al baño entre besos y caricias sedientas. Entonces me apartó un instante para hacerse de tijeras, rastrillo, espuma. De modo que no era mentira. Obediente, lo dejé hacer. Se aplicó a la tarea de rasurarme como si podara un jardín de flores: cuidadoso, intransigente. En el espejo descubrí que mi pubis, albeante salvo por una misericorde línea central, sonreía con un virginal pudor neofascista.
Me cargó en brazos hasta la cama. Comenzó a besarme con besos cortos y saltarines. Me tocaba con una delicadeza vehemente como si fuera yo una muñeca de porcelana y temiera romperme. De pronto, se detuvo: al pie de la cama hincó la rodilla y me ofreció hacerme un pastel, llevarme al acuario, mostrarme el final del arco iris si me abría de piernas y lo dejaba contemplarme.
Mi pubis esbozó una carcajada franca, gozosa, impúdica para él. Yo me saboreaba su fascinación, su mirada eréctil que me esculpía como una estatua viviente. No pude resistir más. Al borde del naufragio, intenté atraerlo hacia mi interior para que juntos nos ahogáramos. Mi hombre dio un salto hacia atrás. Su cuerpo antes vigoroso era ahora el de un chiquillo: "Nunca he violado a una niña", gimoteó incapaz.
Una hora más tarde estaba de regreso en el aeropuerto. Me marché con mi deseo. Tan intocado como una núbil ola adolescente.


Siempre el paraíso

Se transformaba a cada instante. Huía sin remedio. Era un cazador profesional. Capaz de introducirse en una sinagoga con dulces para ofrecer a los presentes mientras atisbaba la apartada sección de mujeres, convertida en un súbito harem. O de aprender húngaro para conversar con la madre de su siguiente conquista. También le daba por asumir formas proteicas: pez, chupamirto, lobo, araña. Yo lo amaba en cada una de sus facetas y lo esperaba después de cada transformación. Mientras tanto, me derramaba en otros continentes, pero en cada travesía siempre lo buscaba a él. Me maravillaban sus artes metamórficas, su capacidad líquida para escurrirse entre las manos. Por supuesto, deseaba apresarlo, proclamar que ese hombre múltiple era sólo mío.
Un día llegó a mi casa extenuado. Sus ojos urgían una tregua. Se quedó dormido entre mis brazos como agua escondida. Cabía en un cuenco, un simple vaso. Podía beberlo sin prisa. Pero me contuve, sospeché la tristeza de Dalila, el dolor de Salomé y me contuve.
“Tuve un sueño raro”, me dijo al despertar. “Eras una mujer de agua que dormía en el lecho de un valle. Hombres que venían del desierto te descubrían y te deseaban: querían poseerte ―yo entre ellos―. Te forzábamos. Te resistías. La sed iba en aumento, imperiosa, tiránica: terminábamos por beberte. Aún paladeaba el último sorbo ―el cuenco líquido de tu cadera, creo― cuando de pronto lo supe: una nueva sed, rotunda y desesperanzada, comenzaba a secarme el alma.”
Y guardó silencio. Busqué sus ojos y él los míos. Por primera vez desnudos desde la última ocasión en que escapamos juntos del Paraíso.


Sitio web: Cuerpo náufrago
*Revista Los suicidas. Del libro El amor y otros suicidios, de próxima aparición.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin duda una gran escritora... me voy satisfecho, no como la que se marchó con su deseo.

ALBIN dijo...

excelente, qué manera de describir situaciones con un idioma inusual. También me retiro satisfecho

Unknown dijo...

Chapó!!!

Anónimo dijo...

Me gustan muchísimo los cuentos de Ana. Creo que mi favorito es "Siempre el paraíso".

Anónimo dijo...

Veo que hay pocas mujeres publicadas en este sitio y no creo que sea por falta de escritoras ¿descriminación?

josé manuel ortiz soto dijo...

Hola, anónimo: en este sitio no se discrimina, muchos de los autores se recopilan de la red o de libros por ahí publicados. Si tú tienes información de autoras de minificción, será bien recibido.
Gracias por comentar.