Juan Rivas (Puebla, 1987) es licenciado en Lingüística y Literatura
Hispánica, maestro en Literatura Mexicana y doctor en Literatura
Hispanoamericana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Como
narrador ha publicado el libro de cuentos Impostores
con alas (Eterno Femenino Ediciones, 2023); ha participado en El origen perdurable: reunión de historias
maternales
(México: BUAP, 2017); en la antología de minificciones de terror Flores que sólo se abren de noche
(México: La tinta del silencio, 2021) y en 100
razones para no dormir esta noche (Argentina: Rubín Editorial, 2022), y en Con la música por dentro: El soundtrack de
la minificción (México: BUAP, 2023).
Fue ganador en la categoría de cuento del programa
“Canasta de escritoras y escritores poblanos” 2023, convocado por el Instituto
Municipal de Arte y Cultura de Puebla, con el libro Desatinos cinéfilos. Ha participado en medios digitales como
Katabasis, Revista Fantastique, Interliteraria y la revista electrónica
Neotraba, donde tiene una columna de opinión. Conduce también el podcast de
reseñas literarias Las páginas tatuadas, disponible en Spotify y YouTube.
El Diablo de Nueva Jersey
Sobre
el follaje espeso de las copas se eleva otro alarido fatal. Abajo, el chorro de
sangre se estampa contra la corteza de un árbol. Cadáveres se apilan con la
piel hecha jirones y el rictus final abominable. Los leñadores corren, gritan;
disparan sus escopetas, sacuden las linternas.
Desde un recoveco entre la maleza y
el fango, los ojos brillantes de Sasquatch observan. Hocico sangriento, pelaje
encrespado, llora. Sólo quiere que lo dejen en paz.
Hasta la espinilla
Tantos
anuncios y campañas publicitarias. Imágenes brutales de pies gangrenados,
lenguas vesánicas; corazones que colapsaron por la hipertrofia; pulmones hechos
una pasa de carbón en cada cajetilla de cigarros. Y todo para qué, si cuando
nos colonizaron los alienígenas gigantes, ellos también desarrollaron vicios.
Entre otras formas de explotación humana dieron con la de secar cadáveres al
sol, envolverlos en sábanas de papel arroz, prenderles fuego desde el cabello
(una buena peluca bastaba para encender a los pelones). Se los fumaban hasta la
espinilla. Era norma no consumir más allá de esa parte: en todas las galaxias
se rechaza con igual asco el humo con olor a patas.
Cómo degustaban los extraterrestres el tronido de
nuestros órganos, músculos y huesos deshidratados cuando se achicharraban. Les
producía un placer de otra galaxia.
Por mera cuestión de sabor, de buqué, de textura, los
no fumadores se volvieron la mercancía más cotizada entre los extraterrestres.
El valiente
En
invierno se pasea a temperaturas bajo cero, con la camisa desabotonada para
lucir las marcas de numerosas puñaladas. Volvería a recibirlas con el mismo
arrojo si de por medio hubiera mujeres como con las que bailó aquella noche.
De madrugada marca el paso, tarareando canciones de
salsa, durante sus recorridos por el cementerio. Bailaría con la misma Parca o
con cualquier otro esperpento fantasmagórico que se le pusiera en frente, y
para reafirmarlo suelta un par de ganchos al aire, seguidos por tres veloces
jabs, conforme brinca de un sepulcro a otro.
Prende un cigarro con la llama de los fuegos fatuos.
Enciende uno nuevo con la colilla del anterior. Así hasta volver a su tumba,
donde se termina la cajetilla con el féretro cerrado.
Silencio
—Y usted, vecino: ¿trajo algo para el viaje?
—Ah, cómo es preguntón mi compadre. Igual que usted: lo
comido, lo cogido y lo bailado.
—O sea: no mucho —responde; ríen.
El cementerio vuelve a quedar en silencio.
Opus
Sádicum
—Anda, no me enojo.
Háblame de tu ex.
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