Édgar Núñez
Jiménez (Copainalá, Mezcalapa, Chiapas, 1991). Ha aparecido en los libros En-saya. Antología de ensayos universitarios
(Universidad Veracruzana, México, 2013), Brevísimos
(Ediciones Equinoxio, Argentina, 2019), Esto
solo podía pasar en verano (I Concurso Informal de Microcuentos de Verano,
España, 2019) y en las antologías Perros
y Gatos (Ediciones Sherezade, Chile,
2019). Recientemente fue seleccionado para aparecer en los libros Diversidad(es). Minificciones alternas (El
Taller Blanco Ediciones, 2020) y Los
excéntricos (Lapicero Rojo Editorial, México, 2020).
Confinamiento
original
El territorio de
mi cuerpo ha comenzado a ensancharse junto al tuyo, es difícil caminar por la
casa sin tropezar con alguno de tus dedos, sin no sentir la fiebre de tu
epidermis. Y aunque a diario queramos engañar a la casa que habitamos, vivimos
en la ilusión constante de que algún día nos expulse. ¡Ya no puedo más!, este
confinamiento es demasiado para ambos; ven, vamos a comer la manzana del árbol
que nos prohibieron. Anda, no te resistas.
La
pesadilla de la estatua
Y seguí el camino
de frente, sin voltear, obedeciendo ante mi propia sorpresa el edicto
irrevocable.
Aún
con la arborescencia de la lluvia de fuego, busqué, a través del humo, las
huellas de mi esposo y de mis hijas. Y en lo alto del Ararat, entre cardos y
espinas, llegué demasiado tarde.
La
noche, con su boca monstruosa, desaparecía la estera en el suelo. Y entre las
brasas de la carne y los sudores del delito, mis hijas y su padre edificaban
una pequeña Sodoma que se resistía a desaparecer. Y el grito, lo que salía de
mi entraña, era un dolor disfrazado que imploraba piedad.
El
eco del sueño me despertó. Y agradecí a Dios, en silencio, sentir de nuevo la
sal cristalizada sobre mi cuerpo y el horizonte infinito requemado por su ira,
lejos, lejos, de la pesadilla.
La silla
La mujer entra a
la sala de espera y se sienta sobre la única silla vacía. Se alisa el pliegue
del vestido blanco sobre el muslo derecho y acomoda su bolso bajo el brazo. A
su lado, una mujer grita horrorizada:
–—¡Dios
mío, me han quitado mis dientes!
Solo
hasta entonces la primera mujer advierte que la silla en donde se encuentra
está manchada de sangre.
Turbada,
se pone de pie y sale a la calle. Entra a la primera cafetería que encuentra
abierta y pide un tequila al bar tender.
—Creo
que he visto un fantasma —dice ella, intranquila, al hombre lívido que no deja
de mirarla.
No
le sirven el tequila y se percata que la silla donde se encuentra es idéntica a
la de la sala de espera. Cierra los ojos y siente vértigo, como si se hundiera.
Cuando
abre los ojos escucha de nuevo la queja de la mujer a su lado, que llora por
sus dientes y entiende que se ha transportado entre la silla del bar y la de la
sala de espera. No dice nada para no mostrar disturbios y cae en cuenta que la
fantasma es ella.
Apolodoro
Cansado de bregar
por los túneles y por las habitaciones que dan a otras habitaciones, dejé
señuelos sobre la arena y las paredes. Nadie más que yo entendió los pequeños
símbolos rojos que pinté en las esquinas. No recuerdo haber disfrutado tanto
del confinamiento: a mi casa comenzaron a entrar hordas de hombres temerosos,
alejados los unos de los otros, con la impronta de la muerte en los ojos. Por
eso pude articular el plan dentro de mi casa.
Hasta
que después de muchos soles y cielos estrellados, encontré la salida y a un
joven debilucho que amenazaba con vengarse. Nunca vi tanta indignidad en los
ojos de un hombre. Detrás de él, el aire arrastraba los granos de arena sobre
una ciudad silenciosa.
No
quise atacar. Él tampoco quiso salir. Algo lo obligaba a pertenecer dentro e
incluso lo empujaba a seguir caminando.
—Soy
hijo de Egeo y he venido a matarte.
No pudo desenvainar la espada. Le
temblaron las manos. Cuando pasé a su lado, corrió horrorizado hacia el fondo
del laberinto, con la boca y la nariz cubierta con la mitad de una máscara.
Afuera
la ciudad estaba sitiada de muertos, sin signos de armas, de batallas y de
sangre.
Biblioteca
II
Fijada la historia
de Apolodoro, la máxima autoridad monacal verifica, línea a línea, el documento
nuevo con el pergamino viejo y casi quebradizo. A la luz de la vela, vuelve a
releer y se detiene en la calidad de la grafía, en la suavidad de las pinceladas
y en el pulcro trabajo de su discípulo.
—Has
heredado mi espíritu inventivo —dice orgulloso— poco importa la peste que
azotaba la isla y la debilidad de Teseo, muchacho.
Y
antes de cualquier interrogatorio, quema la historia antigua con la llama que no
deja de parpadear.
Soñar
la casa
Después de
deambular en un país desconocido, el sueño de construir una casa lo impulsó a
vivir.
Inició
con las paredes de madera y adornó las ventanas con vidrios verdes. Con el transcurrir
de los días su alegría fue en ascenso, hasta que terminó de colocar la última
piedra.
Se
asoma al patio para ver el tren que pasa a una velocidad rauda y que le trae
nostalgias de su antigua casa. Arriba, los migrantes como él, sueñan casas en
el aire.
La
lámpara
Entre
la muerte y yo he erigido tu cuerpo
Rosario
Castellanos
El mar no deja de
golpear la costa de Tel Aviv y un calor, como de arena, penetra la estancia y
las paredes.
Sale
de la tina y devisa cómo la tarde termina de morir en el agua. Se pregunta si
la disolución de la espuma tiene que ver con el amor y recuerda los brazos de
Ricardo sobre su cuerpo, los besos en la frente o las discusiones en la alcoba
matrimonial. Siente que el amor, en la oscuridad, se desbarata sobre su pecho
como una telaraña y decidida enciende la lámpara para ver arder el mundo.
Camoens
La
muerte retira su guadaña y traza una distancia entre el perro y el hombre que
sueña encontrar la nota exacta en el violonchelo. Este perro, lo ignora ella,
ha recorrido kilómetros de páginas, acompañando al músico en este país donde
nadie muere; ha sentido también el temblor de la tierra, tras los pasos de
Pedro Orce y bebido la angustia en las lágrimas de la mujer que deambula entre
ciegos.
Si pudiera acariciar la pelambre sin provocar ningún
sobresalto, se arreglaría la falda y se pondría un poco de maquillaje en los
pómulos para sentirse viva.
El perro despierta y, por condescendencia, no ladra a
la muerte que no deja de mirar al hombre, enamorada. Olfatea y siente que,
detrás de los ríos de letras y de tinta, se encuentra escribiendo su amado
dueño.
Mishu[1]
Lleva
el tiempo en los ojos, en donde puede caber incluso el Nilo.
El hombre detrás de él sigue los movimientos de la
cola que va y viene como un péndulo; se complace en escuchar el ronroneo que es
el latido de la vida y se esfuerza en vislumbrar los pequeños saltos con los
que desafía el espacio.
La casa, sin ventanas y con corredores largos, puede
ser el universo. Y el gato, heredero de la pantera y del tigre, un dios que
rasga la eternidad.
Borges trastabilla, ciego de sapiencia, y con las
manos trata de orientarse en el ojo de negrura que lo absorbe.
El gato de pronto salta la tapia. Y libre y vanidoso,
se aleja del laberinto.
Whalien
52
Para
Karla Barajas
Nació con una
malformación genética en los oídos. En el cumpleaños número diez dejó de
escuchar, como si alguien hubiera puesto un vaso sobre una vela encendida.
El
silencio fue una manta que lo arropó como en un largo invierno, hasta que su
madre lo llevó al mar. Y delante de las olas, se imaginó el ruido del viento,
las gaviotas que planeaban, la algarabía de los niños en la orilla. Y un poco
más: un llamado melancólico diminuto, que fue creciendo en su cabeza como un
sol.
–—¿Ves
el cuerpo de aquella ballena allá adentro? —preguntó su madre a sabiendas de
que no obtendría ninguna respuesta.
El
mar estaba inmóvil. Y él por primera vez, después de muchos años, escuchó.
Conctacto: ekepjimenez@hotmail.com
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