Luis
Ignacio Helguera (1962-2003). Ensayista, editor y crítico musical. En 1991
obtuvo la beca para “Jovénes Creadores” del FONCA en el área de ensayo. En
1996, el Programa de Proyectos y Coinversiones Culturales del FONCA le otorgó
un apoyo para recoger sus escritos sobre música y realizar un estudio sobre el
ensayo inglés en México. Obra publicada: poesía: Traspatios (FCE, 1989), Minotauro
(UAM, 1993) y Murciélago al mediodía
(Vuelta, 1997); ensayo: Antología del
poema en prosa en México (FCE, 1993) y Atril
del melómano (Conaculta, 1998); divertimentos, crónica y ensayos rápidos: ¿Por qué tose la gente en los conciertos?
(Aldus, 2000). El cara de niño y otros
cuentos (Ediciones Sin Nombre, 1997)
Fábula I
El sapo y la rana
se mostraban una noche lluviosa sus versos. Entre celebraciones, descubrieron
de pronto, con asombro extraordinario, que habían escrito un poema -"Loa
al charco"- idéntico, literal.
Pero en lugar de disputarse los derechos de autor del caso apoyándose en
recuentos de circunstancias y argumentos diversos, y como eran animales
irracionales, quedaron de acuerdo, con un unísono eructo, en que lo esencial
era divulgarlo, y lo proclamaron anónimo.
Fábula II
Un gato se trepó al tejado y se puso a escribirle
un poema a su amada. Jugando con los hilos de estambre de la luna, enarbolaba
versos hábilmente: "Fatal lejanía.../ cuántas azoteas de por
medio..." De pronto, sonó a sus espaldas un maullido sensual. Volteando
atrás, el poeta vio a su novia, a su musa, y, recobrándose del sobresalto, le
dijo, ya muy tranquilo, aunque molesto: “Vete, luego nos vemos. Me has
interrumpido.”
El cara de niño
En carrera
enloquecida, huyendo, entre las piedras, de los zapatos.
—¡Déjame ver su cara de niño, papá!
—No tiene cara de niño, se llama así nada más.
Voltearon con una rama la masa aplastada, con patas estentóreas todavía.
Y un golpe de la luz radiante en
plena cara del insecto reveló al verdugo una instantánea desconocida, en que
aparecía él mismo cuando niño haciendo un gesto lastimoso y plañidero porque
quería seguir jugando en el jardín y le habían dado alcance inapelable.
Siamesas
La complicidad de
Renata y Roberta alcanza la carne. Su contigüidad no concede la gestación del
secreto. No se siente Roberta la tía de Roberto sino su madre, segunda madre,
madre dual: asistió momento por momento a la posesión inolvidable, al embarazo,
al parto, a la maternidad; amamantó al bebé cuando se agotaba la leche de su
hermana y la envidia del eterno testigo que quiso ser actriz la fue apagando el
amor al niño, que Renata quiso inculcar o agradecer al no llamarlo Renato sino
Roberto.
Harta quizás la Naturaleza de las quejas del hombre por su soledad
insondable, engendró este género de plantas humanas, rama de dos flores,
humanos de un cuerpo, cuerpo de dos almas, metempsicosis excéntrica. ¿Se
acompañarán bien estos reos de una sola celda y condena?
Naturalmente, cultivaron Renata y Roberta un odio entrañable, ajedrez íntimo
desbordado a veces en mordiscos, arañazos, golpes que conocieron como límite
único —frontera de la paz— el dolor en la pelvis que las une.
El tiempo ha ido cosechando el equilibrio de dos fuerzas, la disolvencia
de los contrastes, finalmente la concordia. Roberta jalaba a la derecha y
Renata a la izquierda; Renata era dormilona y Roberta, insomne; Renata era
brillante casi y casi opaca, Roberta; epicúrea era Renata y Roberta, estoica; a
Roberta le gustaba comer y a Renata, beber. Con una adecuada mezcla de
epicureísmo y estoicismo compartieron problemas gástricos, sentadas en un
mueble sanitario siamés que mandaron fabricar.
El insólito dúo de violín y viola que formaron templó y armonizó sus
cuerdas, tanto como su hijo Roberto, verdadero diapasón. Dan finos recitales de
música de cámara a los que asiste mucha gente, lamentablemente pocas veces
interesada en escuchar.
La vejez las ha vuelto tolerantes y, por fin, una sola persona.
A la luz del sol se lamen ahora como gatas siamesas
El rey
Había una vez un rey… que a pesar de haber
extendido su reino por todo el mundo, o precisamente por eso mismo, llegó a
sentirse lleno de tedio y de vejez desolada. El mundo le pareció cuadrado y su
vida, de cuadritos, en blanco y negro.
Pero
un buen día le comunicó su consejero que dos peones suyos, embarazados de ocho
casillas, habían parido dos hermosas y felices damas, como si de lentos sapos
encantados hubieran florecido ágiles princesas encantadoras.
Hasta
entonces, y de golpe, el rey comprendió que su vida sólo había sido una larga,
complicada y tediosa partida de ajedrez y que aunque había conseguido la
victoria, de cualquier manera la partida había terminado y otras manos
celebrarían por él.
Hortelana
Mi única cosecha cotidiana, verdura, fruta de
esa temporada. Como coles suaves, frescas, tus senos al aire, tus pies
descalzos, tus blancas piernas desnudas corrían entre espigas húmedas con el
sabor todavía de la madrugada. Tus risas frágiles quebrándose inconscientes en
la tarde, tu falda juguetona recolectando tomates, calabazas, berenjenas. Tu
cabello desatado danzando al lento son de las nieblas del alba. Y nuestro
páramo de sueños sencillos como las bugambilias, el trigo, los rábanos. Tú, en
algún sitio, no finjas, también has de recordarlo.
—Aquí está su
ensalada, señor.
El
armario
De cada gancho un día colgado. “Cada día —me decía el viejo— se viste con un
traje y un color diferentes: verde, azul, rosa —hay días, en efecto gobernados por la
cursilería—, gris, negro…”
Abundaban los ganchos en su armario y había seis o siete trajes adquiridos con
esfuerzo, una bata a cuadros, tres pares de zapatos y una cajita de rapé donde
guardaba etiquetas de puros finos y estampas pornográficas antiguas. Mostraba
orgullosamente el mueble y lo acariciaba con cariño de abuelo preguntando: “¿No
es hermoso?” Sí, lo era, con esa belleza esporádica que tienen de pronto todas
las cosas comunes y corrientes.
Una
mañana, el abuelo ya no volvió a la oficina. Al hacer la limpieza del cuarto,
la sirvienta barrió y recogió los días tirados en el piso y encontró después al
viejo metido en el traje negro, colgado del último gancho. Como el armario era
estrecho y resultaba un problema sacar el cadáver, sirvió también de ataúd.
Patio
vecino
Rubicunda, coqueta, cuelga, se agita en el
tendedero, la piñata. Como quien en la horca se mofa de la muerte. Repentino
palo certero; explosión. Diluvio de cañas de azúcar, cacahuates, colación,
naranjas; diluvio de niños. Un trozo de barro empapelado descalabra a uno: se
rompe una esferita de Navidad. Recogen al niño, no el relleno de su piñata, el
torrente de sueños blancos de posada como, por ejemplo, el rostro de una niña
bonita dibujado por luces de Bengala.
Patio
súbitamente desolado. La piñata cercenada, se zarandea todavía hasta el último
instante, en espasmos jocosos. Junto a ella, suben y pasan, vaporosos, con el
confeti del aire, los sueños blancos desperdiciados.
Mujer
iluminada
La mujer encinta de nueve peses pasados es
trasladada en camilla presurosa al quirófano. Todo el equipo de enfermeras,
anestesistas, instrumentistas y doctores salta atropelladamente sobre ella como
si su bulto fuera un gran balón de futbol americano o una piñata partida. No
puede dar a luz; cesárea necesaria. Sobre las batas y las cabezas con gorro de
los especialistas, entre las piernas de la embarazada, pasan, en rápida
exhibición, bisturíes, tijeras, jeringas, fórceps. Finalmente la herida, la
portezuela de emergencia, el zíper en la carne azorada. Y en seguida, con
tremendo impulso alimentado de la retención insoportable, el nacimiento
abrupto, luminoso. Todo el equipo, repelido: manos en los ojos, deslumbramiento
de ceguera. Para los que esperan afuera: ni niño ni niña. La caverna sólo ha
parido luz.
La
oveja negra
Para Tito Monterroso
Había una vez una familia de ovejas. Siempre
al final o aparte, estaba una oveja negra. Las demás no eran completamente
blancas, tenían aquí y allá sus mechones grises. Pero en pocos años pudieron
presumir una total blancura, de una pureza tan hermosa como la de la nieve, el
algodón o la espuma del mar. Fue gracias
a la oveja negra. Con tan sólo existir, o tratar de existir, siempre al final o
aparte, las encaneció prematuramente.
Una
anciana yucateca
En pleno centro de Mérida, una anciana de más
de cien años, encogida al metro de altura, un párpado caído, el otro ojo
vigilante, la nariz y los labios protuberantes y amenazadores, me dice:
—Dame cinco pesos.
—¿Por qué cinco? —pregunto.
—Porque me miraste y
soy pieza de museo que cobra porque la miren. Dame cinco pesos o te va salir
más caro, por seguir mirándome.
Le
di los cinco pesos y me fui. Volteé a verla y me seguía mirando, a lo lejos,
con su ojo vigilante, la nariz y los labios protuberantes y amenazadores.
Intersección
Por el parque España un joven corría
eufórico, los brazos en alto:
—¡La hice! ¡La hice!
Daba
la impresión de haberse sacado la lotería. Después de dar la vuelta a unas
jacarandas, sin dejar de celebrar, se cruzó de frente con un viejo cabizbajo,
que se enjugaba las lágrimas con un pañuelo guinda. Se miraron a los ojos. El
viejo lo miró desde el fondo de su ser con envidia, rencor, odio. El joven bajó
los brazos, caminó despacio, miró al viejo con vergüenza, desconcierto,
lástima. El viejo siguió su camino, cabizbajo. El joven siguió su camino, miró
al viejo a lo lejos, levantó los brazos nuevamente y continuó su carrera feliz:
—¡La hice! ¡La hice!
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