Antonio David Chavira Cano (Ciudad
Victoria, Tamaulipas, 1988). Estudió la licenciatura en Ciencias de la
Comunicación en la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Escribió el libreto de
un programa televisivo llamado “La fiaka”, transmitido por Televisa Victoria y
después por Canal 10. Durante su paso por la universidad escribió y dirigió,
dos cortometrajes proyectados en el cineclub universitario. En el año 2013 fue
becario del primer Festival Internacional de Cine de Tamaulipas, y dos meses
después se proyectó su primer cortometraje formal en la Cineteca del Centro
Cultural Tamaulipas. En agosto de ese mismo año se publicó su primer cuento “La
época de Clara Cubergman” en el periódico Expreso de Ciudad Victoria, otros de
sus cuentos permanecen inéditos. En el 2013 se integró al taller literario del
ITCA coordinado por el maestro José Luis Velarde.
El hombre que quería ser dios
Un hombre, arrogante al grado de sentir que
podía ser dios. No se daba cuenta de que todos pueden ser dioses, dioses de sí
mismos. Él quería ser dios del mundo. Soltó las riendas de su bestia y anduvo
sierra adentro, al anochecer llegó a la cumbre de una montaña donde al otro
lado encontró, un pueblo. Virgen y salvaje. Rápido supo que lo
conquistaría. Se valió del tiempo y de cientos de señas y signos para que
lo entendieran, les dijo: “Yo soy su dios, el nacido para
dirigir el rumbo de la vida”. Del bolsillo de su pantalón sacó una linterna
plateada. Los aborígenes quedaron sorprendidos al ver la luz que expulsaba el
tubo metálico, en medio de la noche morada.
Se miraron entre sí.
Luego todos se arrodillaron a sus pies y lo llevaron a un sitio donde lo alabaron
y le sirvieron la mejor carne que tenían. Le dieron de beber el mejor vino; él
se retorcía de la risa sin que nadie lo notara. La comida lo dejó con la boca y
las manos grasosas, con el ego pasivo y modorro como hiena sacia, durmió.
A la mañana siguiente su cuerpo estaba tan duro y seco como la corteza de un
nogal. Un niño le preguntó a su padre cuando miraban el cadáver tieso. ¿Padre,
los dioses mueren?
Sorpresa en el teatro guiñol
“Guerra entre hemisferios”, así se llama la
obra del artista, el hombre que maneja los dos guantes guiñol y ha planeado que
sea la última representación. Hay dos personajes, un zurdo y un diestro, como
los hemisferios del cerebro. El zurdo reclama al diestro por su falta de
responsabilidad con el tiempo. “¿Qué no sabes medir el tiempo? idiota, siempre
te espero” le dice. El diestro no sabe de eso, no lo entiende. “El idiota eres
tú, nunca te encuentro en el lugar que me dices, nunca sabes a dónde vas”,
contesta. En la escena los dos personajes se lían a golpes, se maldicen.
La obra se interrumpe, el diestro tiene un arma, dejan de actuar. Ahora el
diestro apunta a la cara del artista. Dispara. No hay más.
La casa de las arañas
Cuando entró a La casa de las arañas, lo hizo
con un sueño donde una viuda negra caminó por su mentón. Le sucedió en la
realidad pocas noches después, cuando sacudía su cama. Es la casa de las
arañas, tiempo y sueños, no lugar. Una vez por semana. Soñar con arañas y
encontrarlas en la realidad, de modo idéntico al soñado. La racha se detuvo con
un sueño en el que entró a su cuarto, en su cama vio una caja chapada en piel
de tiempo, polvo. La levantó para dejarla a un lado y acostarse, de la caja
salía una mariposa blanca.
Días después supo que
con ese sueño había salido al fin, de la casa de las arañas, puesto que
ya no había soñado con ellas, ni las había visto despierto. Una noche al entrar
a su cuarto, vio sobre su cama un montón de ropa. Se acercó para quitarla y
recordó el sueño de la mariposa. Una tarántula salió de las prendas y caminó sobre
su mano. El tiempo le salió de frente con ocho patas. Se dijo: mi futuro
era que yo me topara con esta araña, entonces, debí haber soñado que me la
toparía y no pasó. Uno puede salir de la casa de las arañas, no del tiempo.
El circo
Entraron al circo luego de que los mayas se
fueron del mundo. Un hombre gordo, de piel grisácea y ropa extraña, instaló una
carpa enorme. Dentro exhibía representaciones teatrales, magia, actos de
ilusionismo sobre todo, porque la atracción principal del circo, era un telescopio
del año 3600 D.C. En la entrada un letrero. “Vea, con el ojo que corta el
espacio”. Una inercia aplanadora arrebataba el entendimiento de los
asistentes, los hacía imitar a los actores de las obras, inventarse
personajes y crecer las ficciones hasta no entender su papel dentro de ellas.
Otros copiaban los movimientos de los ilusionistas y se engañaban entre sí con
sus propios números. Los actos de magia consistían en multiplicarse a sí
mismos y andar entre el yo real y el yo inventado. En medio de la carpa
bajo un agujero en el techo, el hombre gris manejaba el telescopio. La gente al
mirar por el lente se hipnotizaba al ver los planetas suspendidos en la nada.
Luego volvían a la fila inacabable. Del exterior, ninguno sabía nada. No podían
dejar de actuar así, ni salir. Con sus coreografías repetitivas, formaron una
dinamo que trastornó el tiempo dentro del circo. Fueron repelidos por la
realidad, como se desprende una burbuja que sale de otra.
Dentro del circo la
dinamo seguía en función, y la inercia incontenible y el comportamiento
repetitivo. Se reprodujeron y multiplicaron tantas personas, que la carpa
reventó de humanidad. Quedaron petrificados en el perpetuo espesor de la nada,
sin saber que afuera del circo, en la vida real, hace miles de años había
llegado el fin del mundo.
La teoría del medio hombre
Condenado a pasar su vida arrastrándose por
un mal genético que le impidió el desarrollo de las piernas. Preso de la
vergüenza de su familia, en un cuarto pestilente. Una navidad alguien aventó al
interior una caja de crayones y un libro de pastas duras, que alborotaron el
silencio estancado, mientras las paredes (su diablo) fueron acariciadas por la
resonancia de un eco milenario. Era un volumen gráfico de cuatrocientas páginas
de estudios neurológicos. Broma-experimento de algún familiar idiota o
visionario. Tenía leve noción de la realidad exterior, por escuetas charlas con
sus hermanos a través de la puerta. Dos años después que el libro cayera en su
cuarto, lo había repasado cientos de veces, conocía de memoria las formas
intracerebrales, con los crayones pintó un mural en la pared, algo parecido a
un campo repleto de árboles secos o neuronas muy grandes, no sé bien, unidas
entre sí por un hilo parecido a la electricidad de un rayo. Cuando cumplió
dieciocho años su padre entró al cuarto para concederle una salida.
—Quiero conocer los
árboles —dijo él —Y lo llevaron a un bosque.
—Somos ideas, que
habitamos dentro de un cerebro enorme. Los árboles —se dijo a sí mismo cuando
miraba sus formas— son neuronas, y ese lago, no puede ser otra cosa que líquido
cefalorraquídeo.
Un fuerte trueno se
produjo, de la silla de ruedas se lanzó al piso. Un rayo emergió del cielo y
dio justo en el árbol que estaba enfrente de él, encendió de una celeste
fosforescencia cada una de sus ramificaciones y su resplandor iba al ritmo de
una respiración cansada. El medio hombre se arrastró hacia la gran neurona para
tocarla y conocer el mensaje que trajo el rayo. Cuando la tocó, hubo otro
big bang.
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