Marco Antonio Campos. Poeta, narrador y
ensayista mexicano nacido en Ciudad de México en 1949. Licenciado en Derecho por la
Universidad Nacional Autónoma de México, fue lector en las Universidades de
Salzburgo y Viena de 1988 a 1991,
profesor invitado de la Brigham Young University en 1991, y catedrático en la
Universidad Hebrea de Jerusalén
en 2003. Ha sido además, director de Literatura de Difusión Cultural de la
Universidad Autónoma, director en
dos épocas del periódico de Poesía y coordinador del Programa de Humanidades
de la misma universidad. Ha dictado cursos
sobre poesía y literatura en varios países de América y Europa, ha sido
cuatro veces becario del Colegio Internacional de Traductores Literarios de Arles
en Francia, y miembro de la Académie Mallarmé en el mismo país. Es
traductor de muchos autores, entre los que se cuentan, Baudelaire, Rimbaud, Gide,
Artaud, Saba, Ungaretti, Quasimodo y Trakl.
Su obra ha sido
galardonada en México con los premios Xavier Villaurrutia y Nezahualcóyotl, en España con el Premio
Casa de América y Premio
del Tren 2008 Antonio Machado, y en Chile con la Medalla
Presidencial Centenario de Pablo Neruda. Su poesía está contenida en los
siguientes libros: Muertos y
disfraces (1974), Una seña
en la sepultura (1978), Monólogos
(1985), La ceniza en la
frente (1979), Los
adioses del forastero (1996), Viernes
en Jerusalén (2005), Árboles (2006)
y Aquellas cartas (2008).
La
ciudad de la poesía
a Raúl Renán
¿Por qué no construir una ciudad donde plazas
y calles, jardines y edificios públicos, dejen de tener nombres de próceres
sospechosos de heroísmo o de políticos con las manos llenas de sangre? Que los
nombres de comercios y almacenes y cines y teatros y clubes se correspondan
estéticamente con el edificio, para que quienes caminen no se defiendan en su
interior ante lo desagradable o lo feo. Que quienes no respeten el llamado a la
belleza sean expulsados a otra ciudad, lejos de la sabiduría de los árboles y
de las informaciones de viaje que redactan los pájaros. Como en Florencia
resuenan en muros versos de Dante, en Verona de Shakespeare y en Salzburgo de Trakl,
que los muros de la ciudad sean páginas donde, perfectamente repartidos, se
lean versos de una antología del tiempo.
Matar
al Minotauro
a María Luisa Burillo
Para la lucha con el Minotauro el hombre se
preparó como nunca. Sabía que de no vencer su ciudad no llegaría a tener jamás
grandeza y gloria. Afuera del laberinto la hija del rey esperaba. Dándose
valor, calculando su fuerza, ahora que veía venir al Minotauro con toda su
furia concentrada, el hombre se imaginó un instante con la joven en la llanura
seca de su región munífica de higueras y de olivos, de vides y de espigas, en
los meses de violento sol o en la tibieza del otoño. Eso le dio más fuerza.
La batalla fue
terrible y muchas veces dudó de su victoria, pero al fin golpeó con tal fuerza
al Minotauro, que lo hizo padecer cruelmente por cada crimen cometido.
Con la alegría del
vencedor buscó el hilo que la joven le dio para salir. El hilo no estaba. No le
importó hallar de inmediato la salida. Conocía de laberintos y salir de éste
sólo costaría más tiempo. Comprendió que la mujer se creería engañada. Pero
cómo explicarle que no.
En el
diván
—¿Pero que ha hecho usted con sus sueños?,
preguntó con perplejidad el psicoanalista después de corroborar que el paciente
no recordaba una sola imagen de ellos.
—Los enterré. No sé
dónde. No quise que los sueños fueran la prolongación de una vida desdichada.
Crepúsculos
en Arles
a Alicia Avilés (IM)
y
a Mariela Cuervo
Al forastero le gustaba caminar a las orillas
del Ródano en los crepúsculos estivales. Se deleitaba mirando cómo el sol
poniente creaba en el cielo y en las aguas unas tonalidades delicadísimas de
malvas, de índigos, de anaranjados, de rojos, como si Monet los acabara de
pintar. El claro verdor plata de los vigorosos plátanos comenzaba a tornarse
sombra y gris. Árboles macizos para contraponer al mistral furioso, que parece
reunir en instantes a los 32 vientos. En el cielo las golondrinas ensayaban todos
los vuelos imaginables: verticales, en sesgo, en círculo, en disparo, en
picada, a ras del agua... ¡Y qué felicidad cuando en el grito volaban
anunciándonos que el otro día sería soleado y bello!
El
enfoque de los hechos
(Carta
a un historiador universitario)
Me pregunta usted si es posible comprobar
científicamente el lugar exacto donde yacen los restos de Cuauhtémoc y de
Hernán Cortés. Creo serle de poca utilidad. A través de los siglos los huesos
del último tlatoani aparecen donde mejor pueden y se les declara siempre
fidedignos; lo mismo los de Cortés, que ahora se encuentran a resguardo, hasta
mejor noticia, en el Hospital de Jesús de ciudad de México. Esta trashumancia
de los 85 restos de ambos la tomó Pablo Neruda como uno de los argumentos
terminales para probarse a sí mismo que México era el último de los países
mágicos.
Como usted sabe,
Cuauhtémoc fue muerto a manos de los soldados de Cortés durante el viaje a las
Hibueras en 1524, el cual Cortés realizó buscando vengarse de Cristóbal de Olid
y dar nuevas tierras a la corona española. No necesito darle las varias
versiones de su muerte, justificando o culpando a Cortés, porque usted ya las
expuso con rigor en las páginas finales de su libro; sólo quiero apuntarle que
desde entonces los restos de Cuauhtémoc aparecen, como fantasmas en pena, en
lugares que ni a usted ni a mí se nos ocurriría hasta hoy que existieran. Algo
puedo decir con plena convicción: los restos de Cuauhtémoc han viajado mucho
más de lo que el propio Cuauhtémoc viajó en vida.
Por demás usted se
halla en lo correcto al querer que su libro, como se exige en los institutos
universitarios, tenga un carácter científico riguroso. Al leerlo y releerlo lo
corroboré y aplaudí su paciencia y su esfuerzo. En base al rigor científico de
su estudio, apenas me permito hacerle una sugerencia: iniciar su libro con la
historia de San Jorge y el dragón.
Todos los textos fueron tomados del libro El señor
Mozart y un tren de brevedades, y gentilmente autorizados por su autor.
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