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domingo, 8 de abril de 2012

Oscar de la Borbolla



Minibiografía del minicuento

Como no nacemos sabiendo, ni el saber nos viene en la memoria genética, es forzoso que halla en nuestro pasado una etapa cuando nada sabíamos acerca de algo. Por lo regular, solemos olvidar ese tiempo y vivimos con la vaga impresión de que desde siempre fuimos como somos ahora. Para ilustrar esta idea, he de decir que yo casi no puedo imaginarme cómo fue que aprendí a leer, no soy capaz de verme en esos años párvulos ante el tapiz indescifrable de las letras de un libro, ni dibujando mil veces con la mano crispada mis primeras vocales. Sin embargo, así debió de ser, pues nadie sale del analfabetismo sin emprender titánicos esfuerzos.
          No obstante, mientras que hay muchas experiencias cuyo origen en mí se ha borrado, hay otras que tengo perfectamente bien fechadas: recuerdo, como si hubiese sido ayer, mi primer coito, mi primer romance, el primer golpe que me hizo rodar inconsciente en medio del griterío y las burlas de mis compañeros de la escuela primaria. Con esta nitidez guardo el recuerdo de mi primer contacto con el minicuento. Ocurrió en mi pubertad, cuando mi carácter retraído y huraño me aislaba de la gente y me lanzaba no a las autistas pantallas de los videojuegos de hoy -esos escapes no existían entonces-, sino a las calzadas de los cementerios, al laberinto de tumbas que hay en los panteones, pues era un púber romántico que, con un libro bajo el brazo, se perdía entre las criptas en busca de un sauce que diera sombra a su lectura. Y una tarde, me instalé bajo un pirul que salpicaba las páginas de mi libro con su viscosa sabia. Harto de la llovizna vegetal, me levanté y descubrí el minicuento: los mejores minicuentos, la antología más maravillosa O. de la Borbolla de minicuentos. No me refiero -y no se me tome a mal- a los escritos por Monterroso ni a los poemínimos de Huerta, que sin duda son espléndidos, sino a los minicuentos perpetrados por los primeros minicuentistas, por los verdaderos inventores del género, es decir, a los minicuentos que figuran en la mayoría de las lápidas: a los epitafios: “1919- 1958, mamita: tus hijos te extrañan”, o aquel otro, más lacónico aún que decía: “Sin ti no vivo, Pepe”.
          Me encantaba caminar por el panteón de Dolores, sentir con los dedos los surcos empolvados de las letras labradas en las placas de mármol, la frialdad habladora del granito. Entonces no sabía, por supuesto, que esas brevísimas historias constituían un género literario; pero sí sabía que eran frases sentidas que resumían vidas enteras y me dedicaba a expandirlas, a desenvolver con la imaginación los detalles omitidos por los redactores y, de un simple epitafio, generaba una novela completa: tres o cuatro horas frente a cualquiera de esas frases me permitían comprender lo que sólo la buena literatura nos entrega: la alegre certeza de que existen muchas vidas y la trágica evidencia de que todas son truncadas por la muerte.
          Mis paseos por los cementerios hicieron de mí un turista de la muerte, un intruso de los dramas ajenos, pues a veces me tocaban tumbas frescas y, al mezclarme entre los deudos, llegaba a conocer a los personajes llorosos que luego, pasadas las semanas, estarían con sus nombres en los epitafios, en los nuevos, recién publicados, minicuentos.
          Estos contactos no siempre me gustaban, pues era como si primero hubiese visto la película y luego leído la novela y, como se comprenderá fácilmente, no siempre es la mejor forma de acercarse a una historia. Prefiero el escueto epitafio al vivo drama familiar in extenso.
          La vida puede tener mucha paja, en cambio la literatura es por fuerza sintética. Ahora sé que el resumen se logra mediante la elipsis, que para cargar de asunto las palabras es necesario suprimir esa necia y sosa infinidad de detalles que sobran, y sé que el minicuento es el fruto de la máxima elipsis. Esto lo aprendí no en los libros, sino en los cementerios, pues la muerte es la elipsis por antonomasia, la que suprime en serio, y por ello suelen ser tan serios y tan elípticos los epitafios. Así, nada tiene de extraño que el minicuento haya surgido emparentado con la muerte y que los panteones de todo el mundo sean insuperables antologías del minicuento.
          Ahora, para terminar, voy a ofrecerles, en primer término, el mejor minicuento que conozco, en segundo, el más famoso y, finalmente, uno hecho por mí para esta ocasión y que, espero, sea el definitivamente más corto de cuantos puedan inventarse: El mejor minicuento que he leído está en una lápida del Panteón Jardín: consta de una sola palabra, pero es una palabra que resume la vida de varios personajes, que muestra la pasión, los disgustos, los desgarramientos, la traición, los celos, la decepción, la rabia. Sobre una sobria piedra negra puede leerse esta hondísima historia:

“Desgraciada”.

          El más famoso minicuento forma parte de la literatura épica y está armado con narrador autodiegético: es la archiconocida frase dicha por César al vencer a Farnaces: “Veni vidi vinci”. Aclaro que César la compuso con cabal conciencia y con una plena intención de síntesis, pues buscaba informar al senado, con una historia rápida, la rapidez de su victoria.
          El minicuento más breve posible empecé a componerlo en mi perdida pubertad de paseante de panteones, en los tiempos cuando descubrí mi vocación literaria y filosófica. En él se resumen no sólo mis dudas ante la vida y la muerte, sino la incertidumbre universal del hombre ante el destino. Este minicuento dice exclusivamente: “¿Y?”

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