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domingo, 15 de abril de 2012

Miguel Antonio Lupián Soto


Miguel Antonio Lupián Soto (Ciudad de México, 1977). Devorador de libros, discos y películas. Feligrés de la iglesia Cthulhiana y devoto de San Lemmy Kilmister. Ex alumno de la Universidad de Miskatonic, de Sogem (Sociedad general de escritores mexicanos) y de la EME (Escuela mexicana de escritores). Cursó el diplomado universitario en “Literatura fantástica y ciencia ficción” en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Sus cuentos han sido publicados en Zarabanda, Hotel y en diversos sitios electrónicos, como Las historias, El callejón de la carne, Bonsái, Internacional Microcuentista, Entre cronopios, Il sogno del minotauro (en italiano). Su cuento “El trabajito” se incluyó en la antología de minificciones Historia de las historias (Ediciones del Ermitaño, 2011) y “Noel” en la antología de cuentos navideños 10 historias de navidad (Zona Literatura, 2011). En noviembre de 2011 publicó Efímera (Samsara), su primer libro de cuentos breves fantásticos. Es editor de la revista literaria Hotel, hospedaje de letras, e imparte cursos de literatura fantástica.


Solovino

Solovino anhelaba dormir de largo aunque sólo fuera una vez. Ya no quería ver a los fantasmas, criaturas espectrales y almas en pena que le espantaban el sueño. Deseaba, con todo su corazón, que la muerte ya no se paseara frente a él. Por eso, al darse cuenta que los hombres podían conciliar el sueño noche tras noche, decidió salir en busca de un par de ojos humanos. Después de dos semanas regresó con sus ojos nuevos. Miró para todos lados… ya no veía cosas inexplicables. Por fin podría descansar. Se echó dispuesto a dormir de largo. Pero tan pronto cerró los ojos, escuchó el chapoteo viscoso, el reptar, el aleteo y el quejido de los fantasmas, de los seres espectrales y de las almas en pena. La risa de la muerte reverberaba en su cabeza. Solovino no había considerado que seguía teniendo sus orejas de perro. Suspiró y salió en busca de un par de orejas humanas.


El visitante

Sé que estás en la esquina de la habitación, escondido entre la pintura resquebrajada. Esperas a que suelte el libro y duerma para introducirte por mi boca y disfrutar del calor de mis vísceras. Siempre ha sido así: despertar con la piel amoratada y con mal aliento, descubrir tus excrecencias en mis ojos, sentirte en las manos y en los muslos, cortarme, hurgar en mis venas, desmayarme, despertar anémico y aturdido, sin saber nada de ti… Pero esta noche no me vencerás. En unos minutos cerraré los ojos y cuando te sienta sobre mis labios te morderé hasta destrozarte. Luego escupiré tus restos en el libro y lo colocaré en la repisa, junto a los libros que contienen a los demás visitantes.


Noche de furia

Te quedas inmóvil con la mirada fija en la puerta. Los dedos blancos aferrando la sábana palpitante. Una ráfaga de viento cálido acaricia tus labios y se pierde en la oscuridad de la habitación. Piensas que fue sólo un sueño o el vecino desconsiderado del seiscientos tres. Cierras los ojos dispuesta a entregar tu cuerpo desnudo al hombre de arena, pero te estremeces. Alaridos rompen el silencio, tu cordura. Coges la lámpara del cajón de los medicamentos y caminas suavemente para no hacer crujir las maderas. Sujetas el picaporte por segundos mientras se normaliza tu respiración. Abres la puerta. El haz de luz te informa que los libros, cuadros y botellas de vino están en su lugar. Das un paso y sientes una lengua gélida que lame tus pies. Alumbras el suelo anegado. Descubres pequeñas huellas que provienen de la cubeta roja que está tirada en la cocina. La levantas, desecas el charco. Regresas a la cama sabiendo que todo se repetirá mañana y el día después de mañana. Te tragas un par de pastillas y piensas que, tal vez, no debiste haber ahogado a los gatitos aquella noche de furia.


El regalo

…57…58…59… Miércoles. El timbre repiquetea. El sonido lo sorprende sirviéndose otra copa. Se queda inmóvil con la vista fija en la puerta. Se termina de un trago el vino. Se acerca lentamente. Se asoma por la mirilla. Nadie. Abre la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Una caja en el piso. Corre el seguro. Felicidades, lee en una tarjeta pegada al borde. Cierra la puerta. Sopesa la caja. La coloca en la mesa. Desgarra la envoltura. Retira la tapa. Nada. Mete la mano. Tantea el fondo. Absolutamente nada. Saca la mano. Se escandaliza: las puntas de sus dedos han desaparecido. Se acerca la mano a la cara. Sus dedos se desvanecen gradualmente. Mete la otra mano. Lo mismo. Mira para todos lados agitando sus brazos incompletos. Fija la mirada en la caja. Cierra los ojos. Mete la cabeza. La oscuridad lo envuelve. Los oídos se le tapan. No puede respirar. Abre los ojos. Ve. Por fin puede ver. Sonríe mientras su cuerpo se desvanece irremediablemente.


Veneno

Te sientas al pie de la ventana y abres el álbum. Lo encontraste en el sótano mientras buscabas el veneno para cucarachas. Recorres las hojas plastificadas. Tocas con tus dedos mugrosos cada una de las fotografías donde apareces. Diplomas, medallas: eras el orgullo de la familia. El odio se apodera de ti. Pisas con rencor a la cucaracha que se acerca a tus pies. Te levantas y aplastas a todas las que encuentras. Miras tu reflejo en la ventana: ¿dónde quedó el chico de las fotografías? Piensas que mañana saldrás de ahí y empezarás de nuevo, pero no lo harás. Las cucarachas se aglomeran a tu alrededor. Agarras el bidón. Hoy sí acabarás con ellas… Te frenas. No tiene caso: siempre volverán. Le das un largo trago al veneno y cierras el álbum.


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