Marco Tulio Aguilera (Bogotá, 1949) escritor colombiano residente en México desde 1978. Es autor de las novelas El amor y la muerte (Alfaguara), Los placeres perdidos, Las noches de Ventura/ Buenabestia (Planeta, México, Plaza y Janés, Colombia), La hermosa vida (CONACULTA, México), La pequeña maestra de violín (Universidad de Puebla), y Mujeres amadas (Universidad Veracruzana); de los libros de relatos Cuentos para antes de hacer el amor (Plaza y Janés, Colombia; Educación y Cultura, México), Cuentos para después de hacer el amor (Plaza y Janés, Colombia; Punto de Lectura, México y España), El pollo que no quiso ser gallo (Alfaguara infantil, México y Colombia). Por sus libros de relatos ha obtenido los premios Latinoamericano de Cuento de Plural, de Durango, Santiago de Cali, Veracruzana, Gabriel García Márquez; y por sus novelas, el José Eustasio Rivera, Aquileo J. Echeverría.
Marco Tulio Aguilera es investigador de la Dirección Editorial de la Universidad Veracruzana, en México; durante cinco años ha mantenido el máximo nivel de productividad académica de dicha universidad; ha sido galardonado con los títulos de Creador Artístico y Creador con Trayectoria del Estado de Veracruz; ha sido becario residente del Centro Banff para las Artes de Canadá, y ha dictado conferencias en universidades de varios países.
Marco Tulio Aguilera tiene también una larga y destacada trayectoria como escritor de fábulas, la mayoría escritas como colaboraciones para el suplemento cultural sábado del periódico unomásuno.
El sueño del gato
Una mujer soñó que tiraba a un gato negro a un pozo y que se olvidaba de él. Seis semanas después soñó (en el mismo sueño) que regresaba al pozo y veía en en fondo, al gato, todavía vivo. El gato abría y cerraba el hocico, del cual no salía sonido alguno. La mujer pensó que había sido en extremo inhumana y que era necesario hacer algo. Pensó que tenía dos posibilidades. Tirarle una gran roca y aplastarlo, o meterse al pozo y sacar al gato para dedicarse a cuidarlo hasta que se recuperara. Estaba en esta encrucijada, cuando despertó. Por un instante pensó que había sido injusto dejar el gato allá en el fondo, pero luego recordó que todo había sido un sueño y que los gatos de sueños no sufren. Sin embargo durante todo el día la mujer siguió pensando en el gato, sabiendo que de alguna manera se sentía culpable, aunque no hubiera razón razonable alguna.
Cuando se acostó a dormir la noche siguiente pensó en el gato y rogó para que retornara la pesadilla, en la que estaba dispuesta a tomar alguna determinación con respecto al animal. No obstante, esa noche no soñó con el gato. Ni la noche siguiente, ni la siguiente. Y el sentimiento de culpa de la mujer crecía.
Al sexto día despertó con un dolor de cabeza terrible. Supo que se iba a volver loca si no hacía algo. Entró a la buhardilla donde su esposo yacía enfermo como siempre, abandonado ahora por la decisión de su esposa. El hombre apenas si tuvo fuerzas para abrir los ojos. Vio que su esposa se acercaba, que lo observaba con inexplicable expresión. Que se sentaba al borde de la cama, le acariciaba la frente y luego, tras darle un beso en la mejilla, colocaba sus manos sobre su cuello y presionaba hasta hacerle extraviar el último aliento. La mujer cerró dulcemente los ojos del cadáver de su esposo. Luego se acostó a su lado y pudo dormir como no lo había hecho en los años que duró la enfermedad del que ahora descansaba en santa paz.
Fábula del mar en los ojos
Un hombre que era extranjero hasta de sí mismo se enamoró de una mujer extraña. Y se lo dijo. Pero ella era una mujer muy solitaria, indiferente, con pájaros en la cabeza. Si me quieres, le dijo, yo no sé si pueda quererte. Y, ¿cómo podré convencerte de que me quieras?, preguntó el hombre. Yo no conozco el mar, dijo la mujer, no conozco el bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que las oí mencionar. He vivido en mi casa desde que nací. No he ido más allá de los límites de mi jardín.
En los ojos de la mujer había algo semejante a una tristeza serena, a un aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y sin solución. Y, sin embargo, como quien trata de pescar ballenas en el manantial del traspatio, se atrevió a pedir: Llévame a ver el mar.
De acuerdo, dijo el hombre. Empaca y nos vamos.
Pero quiero ir a pie, desnuda y con una venda sobre los ojos.
No verás el camino.
Tú me guiarás.
Entonces no podrás ver el bosque y las selvas, no conocerás las orquídeas. No gozarás al contemplar por primera vez el mar.
Quizás sí pueda verlos y conocerlos a través de tus ojos.
Y entonces, ¿me amarás?
Antes de quitarme la venda me describirás el mar. Luego, cuando yo lo vea con mis propios ojos, sabré si puedo amarte o no.
El horoscopista
Hubo tales embaucadores en Babilonia que los grandes poseedores de dinero no tuvieron que preocuparse por tomar decisiones en su vida, ya que estaban convencidos que éstas se hallaban fijadas en el rumbo de los planetas antes de nacer y en los horóscopos de los sabios. Cada mañana se levantaban con el surgir del sol, metían la mano bajo la almohada y con gran cuidado leían cada uno de sus pasos, cada gesto, cada minúscula acción para cumplirlas, porque si no lo hacían, según los hacedores de horóscopos, estarían rebelándose contra el orden del universo y podrían acarrear la destrucción del orbe. Al poco tiempo de estar los hacedores de horóscopos en el oficio, no sólo los nobles sino el llano pueblo comenzó a creer a pie juntillas en lo predicho. Los que no tenían recursos para mandarse hacer horóscopos individuales apelaban a los genéricos, que exhibían en los templos. Y los que no podían entrar a los templos por butras de ley, se las ingeniaban para mirar los horóscopos de los demás y adaptarlos a sus propias circunstancias. Abu Naim, el más famoso hacedor de horóscopos, predijo dos eventos: uno mayúsculo y otro íntimo: la caída de Babilonia ante la arremetida de las fuerzas de Alejandro y el futuro de su propia vida, que sería el del más grande esplendor de horoscopista alguno. Lo primero se cumplió. Lo segundo no. Alejandro halló un pueblo resignado a obedecer el destino que Abu Naim decía haber leído en los cuerpos celestes. La primera medida que Alejandro tomó fue contra el cuello de Abu Naim. Según los apócrifos esto se debió a que el conquistador se había puesto de acuerdo con el horoscopista para que predijera la caída de Babilonia. Y naturalmente el conquistador estaba interesado en sepultar el secreto con su inventor. Abu Naim murió rodeado de la admiración de sus conciudadanos, quienes nunca pudieron comprender cómo logró predecir un hecho tan trascendental y no obstante eludir la precognición de su propia y nimia muerte. La gloria de Alejandro sigue incólume gracias a que el secreto se conserva. Los apócrifos nunca fueron tomados en serio. Y nunca lo serán. Por eso es que no hay que creer ni a los horoscopistas ni al redactor de esta historia.
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