Guillermina Cuevas Peña nació
en el estado de Colima. A lo largo de su carrera literaria ha publicado en muchas
revistas como Cortapacios y La Media Luna. Es una de las escritoras
más importantes de su estado. En 2002 recibió el premio colimense de Narrativa “Gregorio
Torres Quintero” por su libro de cuentos Pilas
o las espirales del tiempo. En 2007 el Congreso de Colima le rindió homenaje
en el campo de las letras y le entregó la presea Griselda Álvarez Ponce de
León. Libros publicados: Ya floreció la
Vainilla (2016), Dulce y Prehistórico
Animal (2012), Apocryphal Blues
(2003), Pilas o las espirales del tiempo
(2002), De ásperos bordes (1998), Del fuego y sus fervores (1996) y Piel de la Memoria (1995).
El
tendón del alma
Iba
con Avelino en un automóvil pequeño. Era un tráfico pesado y lento y todos los
automóviles eran iguales pero en diferentes colores. En el piso de la parte posterior
se escuchaban las voces de dos niños jugando a la fusión de moléculas con sus
muñecos superpoderosos, uno era de fuego, decían, otro de piedra, y ganaban
batallas y cruzaban el hiperespacio. Yo estaba muy ocupada buscando en un
enorme directorio telefónico el número de una línea de autobuses porque en este
sueño tenía que viajar y le decía a Avelino que el boleto costaba 43 pesos
menos y él conducía con la misma brusquedad y precisión que los otros
automovilistas y apenas me contestaba que sí, que los boletos costaban menos en
esa línea de autobuses. Repentinamente otro escenario, escaleras que llevaban a
un edificio público, columnas como de un teatro en Guanajuato o en San Luis
Potosí. Yo subiendo, con mi enorme directorio telefónico y luego la abrupta
irrupción de un toro miniatura, un torito negro y peludo que me obligaba a
detenerme, a sentarme para evitar el peligro. Escuché que alguien dijo “mira el
pitonón del toro”. Esperé hasta que dejó de perseguirme y bajó la escalera para
adentrarse en el parque donde tres o
cuatro perros lo esperaban. En la entrada del edificio una muchacha me
recibía llorando, maestra, me decía, en la oficina alguien está herido de
muerte y yo le contestaba, pronto llegará la ayuda, no te angusties. Entramos
al edificio y, sobre un escritorio, agonizante, pálido, estaba el herido de
muerte. La muchacha llorosa que me recibió en la entrada me dijo en voz baja,
nadie puede ayudarlo, tiene el pecho abierto y puede verse el tendón del alma.
Cuando desperté eran ya las once de la mañana, me dolían los ojos, tenía sed y
aunque ninguna herida había en mi pecho sentía muy lastimado el tendón de mi
alma.
Cielo con pájaros
Anoche
el Distrito Federal, el Paseo de la Reforma. Iba con Victorioso. El vestía un
saco a cuadros en negro y café, un
morral de piel café y sombrero del mismo color. Yo llevaba, con preocupación, a
Tinitongo de la mano y caminábamos de prisa porque una lluvia pertinaz nos
amenazaba. En las primeras cuadras vimos a las prostitutas dramáticas, una de
ellas con un vestido antiguo en satín azul, con los labios rojísimos, otra como
Irma la dulce, con medias verdes y zapatos dorados de tacón muy alto, luego mucha
gente, mujeres viejas de aspecto extranjero comprando artesanías. Victorioso me
dijo que esas tiendas eran muy caras, que él conocía otras muy cerca, unos
arcones dijo, que vendían productos baratos y allá nos dirigimos y a la vuelta
de la esquina era ya otro escenario, una calle estrecha, un pequeño parque y un café donde los clientes leían
todos el mismo periódico. Tinitongo tenía hambre y en un puesto ambulante le
compré un jugo de naranja. Súbitamente la lluvia cesó. El cielo comenzó a
iluminarse y una nube enorme y violenta se movía con velocidad inusitada, al principio era
azul plúmbago y tenía destellos rojos, luego se tornó verde con manchas en
color naranja. En la calle la gente observaba con fascinación. Pero no era ya
una nube vaporosa, eran miles de pájaros verdes con alas rojas. Cuatro de ellos
bajaron hasta el pequeño parque y comenzaron a comer el maíz que una anciana
arrojaba a las palomas. Victorioso dijo, vamos a correr esos pájaros a patadas
y Tinitongo dijo, yo también quiero patearles el trasero. Un cliente del café
salió con su periódico doblado bajo el brazo y exclamó: estos cochinos pájaros
nos han llenado la ciudad de caca.
Como
las alas rojas de pájaros en mi sueño, la máquina rechaza las siguientes
palabras. Tinitongo, prostitutas, plúmbago y caca.
Summer
time
Andaba yo con Will Smith
en el este de Los Ángeles. Vestido él con extrema sencillez, una camisa a
cuadros en verde y café, un pantalón viejo de mezclilla y zapatos con suela de
goma muy gastados. Atento y protector me llevaba del brazo a un cine
inconcluso, una construcción muy rústica, como dicen los arquitectos, todavía
en obra negra. Había muchos migrantes mexicanos pero el actor hablaba conmigo
en inglés y yo le repetía: Don’t leave me alone, please y el me respondía,
Don’t worry, I will take care of you. Me trajo luego una hamburguesa de medio
kilo y un chocolate milky way y se fue para atender a un grupo de orientales
que gesticulaban con vehemencia. En el cine inconcluso se presentaba una obra
de teatro con tres personajes, una mujer gorda y pelirroja, una muchacha de
piernas muy largas y un hombre maduro montado en una bicicleta amarilla,
fosforescente. Había en el ambiente un intenso olor a incienso de canela. Will
Smith desapareció y yo me quedé en un tianguis donde se vendían productos
mexicanos y, muy desorientada, llegué
hasta una habitación llena de niños que saltaban sobre colchones de
plástico. Alguien abrió la puerta y me dijo, maestra, le encargo a los niños,
tenemos una junta urgente de comerciantes en pequeño. Creo que lloré, me veía
con un rollo de papel sanitario secando mis lágrimas. La siguiente imagen fue
en un autobús de Grayhound, un hotel pequeño y una habitación en el tercer piso
con ventana hacia una calle oscura y desierta. Sobre la cama individual
encontré un sobre blanco. Había en él un billete de veinte dólares y una
tarjeta de presentación en la que leí: Will Smith, Asesor de migrantes en
desventura. Al reverso, una
nota que decía: “I will take care of you in the summer time, please don’t
worry”.
Ganaron
las Chivas
Sucedió tal vez en
Guadalajara. En la sala de una casa se habían reunido unas 20 personas para ver
un partido de futbol o una pelea de box. Yo estaba sentada en una silla blanca
de plástico, alguien me ofrecía pepinos con chile, limón y sal. De pronto un
grito que se ahogaba con el ruido de una
sirena de policía. Huyendo sin saber porqué me refugié en un taller mecánico.
En la densa oscuridad, casi al borde del desmayo, dos perros mordían mis
tobillos. No sentía dolor, sólo la sensación de algo viscoso. Inmóvil y
aterrada permanecí hasta que la luz del amanecer me permitió ver a los dos
perros que me impedían moverme. Un pastor alemán color capuchino era el más
feroz, la sustancia viscosa que percibí toda la noche salía de su enorme
hocico, era una espuma verde amarillenta. Luego se transformó en hombre, un
hombre alto, con marcas de acné. Me dijo que ya no había peligro, que la
policía se había retirado y que yo estaba a salvo. El otro perro era apenas un
cachorro. Dejó de morderme, se metió debajo de un automóvil sin pintura y se
durmió inmediatamente. Salí de ese lugar y en la calle no había rastros de
algún suceso inusitado. Un muchacho en bicicleta iba gritando “Ganaron las Chivas,
cabrones, hijos de su chingada madre”. Me dolía el estómago, sentía náuseas y
pensé, me hizo daño el pepino con chile.
La
pradera
Fue otra de esas chambas
gratuitas pero muy gratificantes. Me encargaron la atención del escritor
invitado y, con gran esmero, cumplí esta misión. Estuve con él desde el
desayuno hasta la ceremonia en la que recibió la condecoración. El problema
surgió cuando otro escritor, invitado por otra institución, manifestó su deseo
de acompañar al primero para celebrar el éxito de ambos. Yo cargaba las
almohadas blancas que me regalaron en el Congreso del Estado. Media docena de
almohadas con el logotipo de la quincuagésima legislatura y mi nombre bordado
en hilo dorado eran una carga molesta, casi vergonzante. Un taxista se ofreció
a llevarlas hasta mi casa y yo le di una propina por su amable servicio. Los
congresistas sesionaron en ropa interior, cómodamente recostados en colchones
individuales y el escritor premiado pensó que lo hacían por el intenso calor y
no quiso hacer más comentarios al respecto. Fuimos al bar La pradera pensando
que en ese lugar encontraríamos un poco de esparcimiento pero había un evento especial
y, otra vez, les vimos la cara a los mismos personajes que habían asistido a la
ceremonia. Esto es inaceptable, dijeron en coro los dos escritores invitados,
de no ser por las edecanes que están tan buenas, me quejaría ante la
autoridades federales. Marco y René decidieron quedarse y todo el séquito les
aplaudió y hasta declamaron el brindis del bohemio y se emborracharon. A las
tres de la mañana los llevaron a su hotel en una camioneta oficial y los
organizadores de la fiesta dijeron que muy simpáticos los escritores, que nada
presumidos y muy bailadores, que así debían de ser todos, que la próxima vez
que vinieran también les regalarían almohadas blancas con su nombre bordado en
hilo de oro.
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