Sara
Paola Mateos (Puebla, 1995) estudió la licenciatura en
Literatura y Filosofía en la Universidad Iberoamericana Puebla. En 2016 fue
ganadora de la beca de creación literaria del PECDA, dentro de la categoría
“Jóvenes creadores: Cuento”.
Ha participado en eventos
como el “IV Coloquio por el Día Mundial de la Filosofía” (Ibero Puebla, 2015),
en el “Congreso de Filosofía Moderna: en el tricentenario del fallecimiento de
Leibniz” (UPAEP, 2016), y en el “Primer Congreso Interuniversitario: un horizonte
compartido” (BUAP, 2018).
Ha publicado textos
literarios en las revistas Contratiempo,
Crítica, Cuaderno de hojarasca, Rúbricas y Argonauta, en el boletín semanal Torpedo y el suplemento digital de cultura Consultario. Ha impartido talleres de cuento para niños.
Actualmente da clases en la Academia Militarizada Ignacio Zaragoza.
Predestinación
Poco antes de llegar al cruce de dos
caminos, una camioneta roja se le adelantó a un automóvil gris y le cerró el
paso. Bajó un prototípico cowboy
vestido con vaqueros, botas y camisa a cuadros. Iracundo, fue a sacar al
personaje asustado que viajaba en el otro vehículo. Tomándolo del cuello, lo
recargó sobre la portezuela, sacó una pistola y le apuntó a la sien.
―¡Por favor!―suplicó―, tú
sabes la verdad, no los maté, ¡no pude haber sido yo!
―Lo sé pero, para que la
historia siga, es necesario… ―dijo y disparó.
Mismidad
Un lunes por la mañana se dispuso a
encontrarse a sí mismo. Hurgó entre los orificios de sus orejas, en la ciénaga de
su estómago, en las arrugas de sus codos, pero no se veía a sí mismo por ninguna
parte. Entonces se puso a buscarlo en el mundo: en el interior de un buzón de
cartas, en los pliegues del sillón, las ranuras de las llantas, las estrías de las alcantarillas y el polvo de
los ventanales. Para cuando al fin se encontró, ya era otro.
Horizonte de sucesos
Ávido por alcanzar la divinidad, el
escritor pensó que cada texto sería el peldaño de una escalera interminable que
lo llevaría a dominar el infinito. Sin embargo, cuando estaba próximo a
terminar su labor, descubrió aterrado que la tinta de su pluma fuente se había
diseminado en los papeles, formando una mancha creciente que pronto se
convirtió en un agujero negro. La voracidad de aquel hoyo engullía todo lo
nombrado y lo atraía irremediablemente a sus fauces. El escritor se encontró en
el interior del horizonte de sucesos, donde podía mirar hacia fuera, pero en
cambio a él y su universo coleccionado nadie los veía, ningún dios admiraba su
vasta obra. Desesperado, quiso volver al principio, pero la curvatura espacio-tiempo
se lo impidió. De su empresa frustrada apenas quedarían unas briznas de polvo
cósmico, con las que otro dios trazaría figuras para divertirse y que luego les
infundiría vida para volver a reírse de sus ansias de inmortalidad y sus
desastres con la tinta.
Silencio socrático
Se dice que Sócrates, por sabia prudencia,
no escribió una sola palabra. Pero yo, su amada Jantipa, lo adivino
atormentándose silenciosamente en una prisión de laberintos, víctima de su
innato ánimo de ajedrecista. En su mente
fraguaba todas las posibilidades a donde lo podría llevar la simple mención de
una palabra: los caminos que abriría, los que cerraría, las encrucijadas
inevitables y las secuelas que no podría detener. Como nunca tuvo tiempo de
concluir ese mapeo, nunca se decidió a escribir nada. De su desesperación muda
tampoco quedó huella.
Unísono
El hombre se encerró en la habitación con
su instrumento y clausuró la puerta. Nada más había, salvo ellos dos. Lo
recargó en la pared y luego se sentó enfrente, le aterrorizaba la silueta que
proyectaba en el piso y la posibilidad de escuchar su eco. El desafío sólo acabaría
cuando uno cediera, y el hombre no estaba dispuesto a hacerlo. Ya le había
ofrecido a aquel bulto sonoro innumerables años y secretos.
Pasaron los días, quizá
los años. Musgo silencioso vino a asentarse en la piel del hombre. La superficie
del instrumento apenas había sido cubierta por una capa de polvo. Hubiera
bastado pasar un trapo para ser el de antes, eterno a sí mismo. Él, en cambio,
había envejecido. Podía haberse cambiado de ropa y rasurado la barba, pero los
grumos asentados en su memoria no iban a disolverse. La partida estaba perdida, lo sabía. Lo supo
desde el día en que su padre le colgó un pesado estuche, diciéndole que alguna
vez eso sería él, y se fundirían al
unísono.
…Cuando la puerta volvió
a abrirse por unos dedos temblorosos, sólo hallaron un contrabajo lustroso
recostado sobre el piso. Sobre él reposaba cuidadosamente un arco, que parecía
suspendido para tocar, eternamente, la
misma nota.
Correo: sarapaola.mateos@gmail.com
Facebook: Sara Paola Mateos
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