Juan Marcelino Ruiz (Ciudad
Juárez, 1963). Radica desde hace varios años en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, donde se
desempeña como profesor en una escuela de educación primaria.
Algunos de sus
textos aparecen en revistas y diarios del norte y centro del país. Ha publicado
8 libros en los géneros de novela, cuento, microficción y poesía.
Génesis
Cansado de adorar piedras y planetas, el
hombre decidió crear un dios a su imagen y semejanza. Con saliva fue amasando
sueños y temores. Una vez que la figura tuvo la forma deseada sopló sobre su rostro
para darle vida. Y el hombre vio que era bueno…
Tiempo después el
hombre descubrió que el dios estaba triste, por lo que intentó arrancarle una
costilla para formar con ella a una compañera, pero el dios no lo permitió,
pues todos sabemos que los dioses no soportan el dolor.
Así, el dios quedó
para siempre solitario y, ajeno al más sagrado de todos los placeres, tomó la
mala costumbre de juzgar y criticar a los demás.
Cuento chino
Antes de partir a la guerra, Mun-Wah juró que volvería
cuando comenzaran a florecer las ramas del naranjo.
Bajo el amparo de aquella
promesa, con la vista clavada en el poniente y las mejillas pintadas de carmín,
Jiang Li espera el regreso de su prometido sobre una de las torres de la Gran
Muralla.
A la distancia, la joven
advierte la presencia de un jinete, apenas un punto rasgando la tranquilidad
del horizonte; es él, lo reconoce por el estandarte de batalla atado a sus
espaldas. Cuando se acerca, se da cuenta que el caballo no toca el suelo con
sus patas, en su galope silencioso no se detiene ni tuerce el rumbo hacia la
puerta que comienza a abrirse.
Casi a punto de
estrellarse contra el muro, hombre y corcel se elevan por los aires, se vuelven
humo, mientras una fina lluvia de pétalos de azahar se funde con el llanto de
Jiang Li.
Prometeo
En lo alto de un acantilado, lejos de cualquier
ayuda humana o divina, Prometeo permanecía sujeto por gruesos eslabones: era el
castigo por despertar la furia de Zeus.
Cada mañana, un
águila llegaba puntual a devorarle el hígado que se regeneraba por la noche en
medio de los más grandes dolores.
La condena pudo
ser eterna, pero los dioses se apiadaron de aquella pobre ave al ver que a
diario debía soportar el monótono sabor de la inmortalidad.
Cinturón de castidad
Los ojos de John se humedecieron cuando
Sir Orlando le anunció que mientras él estuviera luchando a muerte contra los
moros en el sagrado intento por recuperar Tierra Santa, dejaría a su cargo la
llave del cinturón de castidad de su esposa Lady Marie.
Era la mayor
muestra de confianza hacia un vasallo por parte de su señor. Si el guerrero
regresaba vivo, le recompensaría ampliamente por haber cuidado de su honor; si
moría en batalla, sería su obligación destruir la llave evitando que cayera en
manos de hombre alguno.
Los ojos de John,
se humedecieron más aún, cuando fue llevado a rastras con el castrador de
cerdos como una última medida precautoria.
Objeto violador no identificado
Cuando Ofelia anunció su embarazo, sus
padres la calificaron de ingrata; las vecinas, de liviana; las solteronas, de
mosca muerta; su novio, de traidora y, todos, absolutamente todos, de
mentirosa, por decir que el fruto que llevaba en sus entrañas era producto de
una violación después de haber sido raptada por un ovni.
Nadie le creyó, al
menos hasta el momento del parto. El médico lanzó al recién nacido sobre el
plato de la báscula, no por lo del pesaje de rutina, sino como un acto reflejo para
deshacerse de aquella criatura de piel grisácea y enormes ojos carentes de
pupilas.
El “bebé” se
incorporó adoptando la postura de un piloto, se aferró con sus pequeñas manos
al borde de la bandeja a la que había sido arrojado y, poco a poco, comenzó a
ganar altura. Atravesó como un rayo el ventanal a bordo del vehículo
improvisado, para convertirse en un punto de blanquecina luz más allá del
horizonte con dirección a Próxima Centauri.
No hay comentarios:
Publicar un comentario