Pamela Durán Díaz (Saltillo, Coahuila, 1981) .
Doctora en Urbanismo y Máster en Urbanismo por la Universitat Politècnica de
Catalunya y Arquitecta con especialidad en Diseño Urbano por el Instituto
Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Con numerosas publicaciones
relacionados con su formación académica en diversas revistas científicas y
memorias de congresos. Directora del Consejo Editorial de la Revista Cardus, revista electrónica de estudios
urbanos con sede en México, Alemania y España. Es escritora desde antes de
saber escribir: le dictaba cuentos a su mamá y después los ilustraba. Debido al
inminente latido de la pluma cuando aún sujetaba crayolas, su hermana mayor le
enseñó a escribir cuando aún no contaba los cuatro años de edad. Fue miembro
del Taller Literario Juvenil del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes
coordinado por José Luis Velarde entre 1993 y 1998. Publicó dentro de la
plaquette colectiva Se murió Minineitor
(1996). Primer lugar en el Concurso de Cuento y Poesía Juan José Amador 2004,
organizado por la Universidad Autónoma de Tamaulipas a través de la Dirección
de Extensión Universitaria, Ciudad Victoria, Tamaulipas, 2005. Participó en el
Concurso de Cuento “Mauricio Babilonia”, obteniendo el reconocimiento personal
del Premio Nobel Gabriel García Márquez, Monterrey, Nuevo León, 2003. Primer
Lugar en el XXI Concurso de Habilidad Escritural 2000. Segunda Mención en el
Concurso Estatal de Cuento a nivel Medio Básico, organizado por el Consejo para
la Cultura y las Artes de Tamaulipas, Ciudad Victoria, Tamaulipas, 1993.
La lidia
Conrado siente un dolor punzante en la
espalda, frío, metálico, puntual. Un flechazo, una lanza de dolor. La multitud
ruge. La furia de Conrado se apacigua a cuentagotas mientras que la calidez de
lo que él cree sol del verano se derrama y lo envuelve, haciendo las paces con
él, tras noches de hambre y vela. Poco sabe Conrado que
en la arena los toros como él nunca ganan. El abrazo de su propia sangre lo
estrangula hasta la muerte.
Pólvora
Llegó la noche en que tus labios sabían a
pólvora. Detrás de tu risa había un eco metálico. Me cegaba la suciedad del
aire, me ensordecía la gravedad de tu voz y tus labios sabían a pólvora, sólo
de noche, esa noche.
Apretaste el gatillo
y el arma sí estaba cargada. Tus palabras brillaron color plata, se incrustaron
en mi pecho, ardientes.
El recuerdo se
derramó con la sangre que se esparcía por el suelo y que había salpicado los
muros. Se escapó, incontenible, helándome.
Tu imagen se perdía
entre el humo, te miré un instante y te amé más que nunca. Cerré los ojos,
escuché tus pasos cada vez más lejanos. Se atenuó el olor y cuando se detuvo mi
latido, tú ya no estabas ahí.
El espejo
Angelina se extasiaba frente al espejo
admirando su propia belleza mientras peinaba sus largos cabellos de cobre. Las
mangas de su blusa se habían deslizado, dejando al descubierto la nívea
curvatura de sus hombros. Su piel rosada irradiaba vida. Nunca había sido tan
bella y nunca volvería a ser tan joven como en ese instante.
A su lado, la
enfermera esperaba a la anciana que día tras día se detenía embelesada ante la
“Joven peinándose” de Renoir. Quizá sería buena idea traer también aquella
reproducción de “Cenizas” de Munch, disponible en el museo.
Burka
Ahmed estaba irritado y perdido por esa
mirada tan severa y suplicante que se volvía seductora. Lo enloquecía. Se
sentía tan atraído como juzgado. Ojalá los burkas cubrieran menos el cuerpo y
más la conciencia, se decía mientras lanzaba la piedra.
Efecto mariposa
Miles de mariposas batían sus alas en una
erótica danza frente a sus congéneres. Bailaban cada cual más rápido, con más
elegancia, más intensidad, agitando el aire.
Mientras tanto, medio
millón de filipinos corrían desesperados al refugio más cercano sin poder dar
una explicación científica a la fuerza del huracán que soplaba a más de 300
kilómetros por hora y engullía sus aldeas.
Efecto catedral
Silvia ama caminar bajo hileras de árboles
cuyas copas se juntan en lo alto, mientras escucha el silbido del viento que
corre entre los árboles y acaricia su rostro, le despeina los cabellos, le alza
falda.
Pero el amor de
Silvia no es correspondido, pues para los árboles y el viento no es más que
lujuria. Al verla pasar se inclinan para contemplarla de cerca, se dejan mover
por la corriente de aire para intentar tocarla, mientras que Céfiro la
acaricia, le arranca la ropa y le silba piropos tan inapropiados que no los
reproduciremos aquí.
Textos: cortesía de la autora.
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