Vanesa González (Ciudad de México, 1994). Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Ha cursado talleres de cuento breve en la UNAM y
en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Obtuvo el tercer lugar en el 12º concurso
Universitario de cuento “Letras Muertas”.
La enamorada
Eduardo lleva buen rato
dormido. Es natural, fueron cinco horas en carretera desde las cuatro de
la mañana para llegar al rancho. Ya es hora de la comida, pero no quiero
despertarlo, se ve tan tranquilo allí, en la hamaca, además ya sé qué pasa cuando
está de malhumor. No, niños, váyanse a jugar a otro lado, calladitos. Ah,
realmente está guapito mi Lalo. Ojalá que nuestro hijo se parezca más a él,
güerito. Si tuviera un mejor carácter lo querría muchísimo más. Recuerdo cuando
lo vi por primera vez en la plaza, él jugaba con otros muchachos y su carcajada
era muy ruidosa. Por eso lo quise, por su risa. Como es blanquito y no prietito
le gustaba a todas, hasta a mi hermana, pero sólo yo fui la ganona. Ah, qué
chulo marido me tocó. Ya es la hora de la comida, Lalo, Lalo, despiértate…
Si lo hubiera despertado a
tiempo… pero ¿cómo iba a saber que Lalo se veía tan bien muerto? Lo comprobó
todo en cuanto vio salir de entre su camisa semiabierta un alacrán güerito,
tan hermoso y notable como Lalo.
Acertijo
—Mañana moriré en la horca.
Fueron las únicas palabras
que pudieron salir de su boca, aunque podría decirse que habían salido por sus
ojos grandes, bien abiertos a la expectativa.
—Así es —respondió con una
sonrisa el hombre que se encontraba exactamente frente de él con los mismos
ojos grandes, aunque ya no abiertos a la expectativa sino al asombro.
Había contestado después
de haber pensado la respuesta a trueque del sueño. Él nunca había tenido una
mente muy hábil y el acertijo que se le planteó era muy ingenioso: En una
guerra, un soldado cayó en manos enemigas. El General del bando contario le dio
a elegir entre morir fusilado o colgado en la horca. Para ello, el
soldado debía decir algo que si era cierto moriría fusilado, si era falso,
moriría colgado. ¿Qué dijo el soldado para salir ileso? “Mañana moriré en la
horca” era la respuesta correcta. Incluso entre enemigos hay lugar para los
juegos.
Para evitar el deshonor
del juguetón General quien había propuesto el acertijo, el soldado fue
decapitado a primera hora.
Así como el deseo
Le hubiera gustado
quitarle la blusa, es más, si tan sólo hubiera podido meter la mano. No
importaba si había gente. Para quien es presa del calor no importa nada. Este calor hace algo parecido al que a eso de las
tres de la tarde riega los campos cabelludos con manguera a presión y da besos
franceses hasta que seca la boca, pero no es el mismo. Y sólo él sabe de
cuántos charquitos tuvo que cuidar sus zapatos la hermosa aquel febril día.
Dentro de aquella sauna en
desplazamiento, donde el vapor mana de la cercanía y el roce de los cuerpos de
los usuarios que bajan y suben en diferentes estaciones; no fue sorpresa que la
hermosa dejara flotar de a muertito su cabeza en el líquido cuajado de la
ventana ni que el peso de los párpados le ganara. La inercia en el movimiento
de sus tetas, estrujadas y arrimadas la una contra la otra por el corpiño mal
medido, atrajo la mirada del hombre que, de un momento a otro, se encontró
patinando sobre la superficie mojada del pecho.
Una gota, que seguramente
comenzó su éxodo desde la frente, caía como perseguida hasta llegar gimiente y
desmayada a la tibia bifurcación de los caminos convexos. Resbalaba suave. Se
perdió en el único agujero negro que huele a algodón y mujer. Una, dos, tres
tibias gotas más. La pupila intrusa y acalorada se abría como piscina dispuesta
a llenarse. Sólo con ver se hartaba. Se llenó tanto que por los poros salía
destilado lo que se derramaba. Por cada gota que caía a la piscina, quién sabe
cuántas se iban evaporando hasta condensarse en la frente, espalda e ingle
arrugadas del atento observador.
El ojo fijo sólo veía una
parte de todo lo que la fantasía completaba. Imaginaba la prolongación de cada
gota a través del cuerpo: podría con un poco de suerte seguir caminando,
remojar un pezón, ignorar las prendas femeninas, lamer el abdomen, darle vuelta
al ombligo, descender con la curvatura del monte y en un acto suicida, aquella
lengua se despeñaría en caída libre en medio de las piernas. Deseó tanto que su
lengua fuera esa lengua acuosa. Después de todo, a su edad y en sus
condiciones, no queda más que el espejismo. Las muchachas son la única
esperanza para contagiarse de juventud. Por eso jadeaba, por eso se iba
convirtiendo en una fábrica de rocío. Quién sabe en qué momento dejó de ser
rocío para llegar a ser cascada. Una silenciosa cascada salada que nadie
escuchaba mientras su agua caía. El cabello le escurría por la cara, la cara
por el pecho, el pecho por los muslos, los muslos por los pies y los pies por
el suelo. En el suelo había un charco. El hombre había desaparecido.
Nostalgia
No dudaste en que
regresaría como todos los veranos desde que fue llevada a la ciudad. Ella
seguía yendo de visita a la casa de su tía cuando le daban algunos días de
vacaciones en su trabajo. Cada año le costaba más irse, cada año odiaba más su
destino, cada año se le veía más pálida, cabizbaja, tristona, cada año le
pesaban más los zapatos al caminar por la vereda que llevaba a la parada del
único autobús que te penetraba; oh, desierto, como una ballena intrusa. En la
estación, los taxistas se resistían a llevarla por sus ropas que hacían nubes
de polvo, pero logró llegar a su pequeño departamento y todavía decir con
asombro al mirarse en el espejo de la entrada: “¡Vaya que estoy hecha tierra!”.
Dejó el equipaje en el
suelo y se dispuso a lavar tus besos bajo el agua de la regadera. Se talló la
piel vigorosamente una, dos y tres veces, pero el agua seguía deslizándose
turbia por su cuerpo. Desesperada, dejó el cepillo a un lado y se empezó a
rascar con fuerza. Una masilla grisácea apenas se desprendía de su espalda y se
le quedaba apelmazada en las uñas. Siguió rasguñando su vientre, sus senos, sus
piernas y de todas partes se desprendía la masa gris inagotable, como tu tierra.
Seguía cayendo el agua
caliente pero ya nadie se bañaba. Oh, desierto generoso, fue tu venganza, la
última: una nostalgia penetrante. Sabías que era tuya, que tuyos eran su
vientre, sus senos, sus piernas, su alma ¡Vaya, hasta los huesos! Los mismos
huesos que quedaron amontonados bajo la regadera y que no pudieron irse, como
el resto, por el drenaje.
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